Aunque no todos —hay excepciones meritorias, notorias y emancipatorias, que sumadas hacen mayoría—, cuando un individuo tiene una biografía irrelevante, o ninguna, opta por estudiar historia (y si lo junta con estudiar letras o sociología, mucho mejor, según él) por eso de que al estudiar las hazañas heroicas y las obras literarias de otros se imagina a sí mismo como el líder plenipotenciario de revoluciones cruentas, corajudas y triunfantes; el protagonista único de las tramas universales sobre héroes infalibles y fornicarios insaciables; el cajero del dinero maldito; el que le enseñó a leer y escribir a Masferrer; el escultor y masturbador de oficio de la estatua de Gerardo Barrios, similares y conexos; el escritor de los cien años de soledad del coronel sin código postal; el arquitecto de laberintos y bifurcaciones insondables; el capitán Nemo, navegando en las profundidades del mar de sus delirios narcisistas; el escritor, sin rostro ni ventana, del poema de amor que —aclarémoslo de una vez— vale más que la sumatoria de los libros que ha escrito, los que —dicho sea de paso y por joder— no abrevan en la vulgata histórica de las guerras civiles y Macondos, sino que se amamantan con un vulgarísimo nigrum osculum a cualquier vendedor de telas, al crédito, que esté dispuesto a meterse la mano en el bolsillo.
De eso último viven las tristes palomas del parque Libertad, habitus en el que la palabra del mártir más hermoso, de este mundo y del otro, aún resuena en las bancas que ponen tibias los desempleados que perdieron las coordenadas de su tiempo, esas bancas que consuelan al poeta indigente que fue cegado por la fascinante paradoja de la luz.
Envuelto en su halo de candidato a premio Nobel, y en la creencia de que él —¡sí, él!— es la razón de ser del calendario Gregoriano, ese tipo de personajes se creen oficializados, por Dios mismo, como insignes historiadores, sociólogos, escritores, filósofos esotéricos, enterradores de la conflictividad de la historia, inquisidores de la moral constitucionalista y jueces vitalicios del pensamiento político ajeno, cuando, en verdad, son oficializados por el trabajo a destajo con el que, como matarifes de la historia, destazan la memoria y el imaginario popular, no sólo porque les pagan, sino porque les gusta. Y sienten, cuando platican de tú a tú con Dios, que les cuelgan la medalla de «soplador insigne de clarines de bronce y mármol»; «temible destructor de líderes populares»; «formidable agitador del palo de mango de la historia» (aunque no caiga ninguno); «inequívoco, único e inigualable historiador de Dios y de todas las vírgenes».
Esos delirios —que merecen 200 palos de castigo— no son de extrañar en los tipos que, sin esfuerzo, terminan siendo ordinarios en lo ordinario. Su diminuta historia de eruditos en ciernes la edificaron escribiendo la historia oficial a imagen y semejanza del victimario de las sociabilidades, y de la historia máxima del país. Sodomizados por el embate cultural negacionista de una «democracia perfecta» para delincuentes y amañadores de partidos de fútbol, a estos individuos les gusta plagiar a Sherlock Holmes, en eso de «desconfiar de lo evidente», y, cuando están borrachos de impotente prepotencia, se meten en la pila esa de definir al pueblo como una chusma de bárbaros, debido a que no votan por quienes ellos, sentados en el trono blanco de los semidioses, han decidido que se debe votar, para no romperle el himen a la Constitución del genocida, ya que para ellos la ley que protege a los victimarios es santa e inviolable.
De fácil nomenclatura, estos individuos que representan la tozudez histórica, se enamoran a muerte de su voz y de sus palabras, las que creen que son la espada de Carlomagno de los políticos rancios que quieren que el pasado vuelva a pasar y les dé «una limosnita, por el amor de Dios». Algunos de ellos —aunque parezca un chiste de sobrecama— se creen descendientes directos de Napoleón Bonaparte, mixtados con Gandhi y Chespirito, pero carecen de relevancia al hablar y de garbo al mirar. Seguramente, —aunque no lo confiesen en público, pues eso sería mostrarse como simples mortales— sueñan con ser como Saramago, pero les falta talento, creatividad, imaginación y, sobre todo, valor para leer —sin que les tiemblen las piernas— «El capital», de Marx. Sin embargo, al entrar la noche, se acuestan como un Heródoto, que no escribió ningún texto notable de historia; como un Parsons, con disfunción eréctil soplando clarines frente a los mármoles de la ignominia; como la versión perversa de la ballena blanca de Melville, tragándose sólo a los pobres; como un Chillingworth, alabando una revolución sin cambios revolucionarios… y sin haber sido revolucionario.
No se necesita tener la perspicacia de Sherlock, ni la fascinante clarividencia del Quijote, para deducir que de la catequesis que recibieron los sábados por la mañana —mientras los otros niños jugaban pelota— aprendieron la lealtad incuestionable de Judas. Obviamente, no se puede negar la influencia de la vida en lo que somos y en lo que hacemos para ser lo que somos. Cuando la dictadura militar alzó los fusiles contra el pueblo, ellos alzaron la colcha para librarse de todo mal —amén—, y fue entonces que se hicieron vegetarianos, para no caer en la tentación de la carne. Promueven: la castidad intelectual en los otros —la de ellos, aunque disimulada, es hocicona— para no tener competencia; el conservadurismo pacifista, para tener una coartada de su no participación en las luchas populares; la defensa de los derechos humanos de los victimarios, porque ellos son los que les pagan cada letra escrita. En sus ratos más sombríos se ponen a escudriñar la historia política del siglo XIX, para ver si encuentran algún artículo pétreo, no derogado, que prohíba jugar al «escondelero», porque la única vez que lo jugaron se quedaron buscando a los otros durante 40 días y 40 noches.
Según el historiador de Dios —en singular— todo lo que ocurre, ocurre para él, contra él o por él, porque se ve a sí mismo como el centro del universo. Si otorgaran el premio nobel de historia él tendría más trofeos que Messi. Si la utopía fuese algo a juzgar por él ya la hubiera declarado un delito de lesa humanidad. Ahora que, pedirle una pizca de perspicacia histórica y mucho de sensibilidad social, sería pedirle demasiado a quien, por conveniencia, se fue a recluir en el siglo XIX, para no afrontar, de pie, las turbulencias del siglo XX, y la reinvención del siglo XXI, cuyo signo es la epistemología de las víctimas que ha hecho suya quien, para él, es un dictador.
Sin duda, es experto en criticar lo que otros hacen en bien del pueblo —o con esa intención—, y en negar el daño causado por la delincuencia, esa es la cruz de su tozudez histórica, la que lo delata como un historiador estítico, más que patético, y como un simple recortador de noticias de periódicos y pasquines —sin saber en cuál orden pegarlas en el álbum de la historia—, lo cual trata de ocultar hablando, cada dos palabras, de rigor académico, un rigor del cual él es el protector asignado, de modo que no solo es el historiador de Dios, sino también el caballero templario de la verdad científica, la cual, según él, está depositada en el santo grial de los victimarios.