Durante mucho tiempo estuve en contra del lenguaje incluyente. Me parecía, al igual que muchos otros lingüistas, que era poco práctico y que confundía la idea de género gramatical con la de sexo biológico. Esta renuencia fue desapareciendo conforme me alejé del ámbito académico, pues la universidad, a pesar de enseñarnos a pensar críticamente, se ha vuelto un espacio donde a veces su profesorado impone su pensamiento y donde nos estandarizan lingüísticamente.
Tomemos tan solo el caso de la reconocida lingüista mexicana Concepción Company, quien, desde hace un poco más de dos años, ha insistido en que el lenguaje incluyente es una tontería por su poca practicidad y fuerza expresiva que entorpece la comunicación, una cortina de humo que esconde el machismo de quienes lo usan y una «atrocidad impronunciable» porque antepone el privilegio lingüístico a la oralidad. Asimismo, ha expresado que «el género gramatical que en la lengua española puede discriminar es el femenino», puesto que en la lengua se tiene el masculino funciona como no marcado, o sea, que puede contener tanto el femenino como el masculino. Además, recientemente ha insistido en que, aunque unas minorías se hayan apropiado de la «e», resulta un cambio artificial desde la «palestra activista», que solo ha conducido a una disglosia que no trascenderá porque no impacta en la gramática, ya que solo presiona a las instituciones para implementarla. Finalmente, ella señala que únicamente habrá un cambio en la gramática si cambia la sociedad, ya que el abuso sexual depende del ejercicio de poder y no del género de quien abusa.
En ese sentido, pareciera que se sigue reduciendo la noción de lenguaje incluyente a un nuevo morfema —la «e», la «x» o la «@» finales— o a los dobletes. Sin embargo, como menciona la lingüista Violeta Rojas, este no es un lenguaje, ni una gramática ni una norma deformada, sino «una pauta de comunicación dirigida sobre todo al discurso público» para hacer referencia explícita «a sectores sociales que han sido históricamente relegados o invisibilizados». Por ejemplo, si se lee con atención las decenas de manuales sobre este lenguaje, nos encontraríamos con sugerencias de selección léxica, sintáctica y discursiva para modificar ciertas referencias sexistas y discriminativas. Por consiguiente, estos recursos no solo se quedan en el ámbito institucional y político, sino también se extienden a lo informativo. Ante ello, han surgido proyectos, como el de La Corregidora, que se dedican a corregir principalmente los titulares y los contenidos misóginos y machistas de la prensa mexicana.
En ese sentido, si pensamos que el discurso es una manifestación acabada de la lengua, donde se ponen en práctica recursos sintácticos, léxicos, gramaticales y morfológicos; si repensamos lo que significan género y sexo no desde la lingüística —«sexo» es una cualidad biológica, pero «género» resulta una cuestión psicológica, cultural y social—; si replantemos lo que se entiende por minorías, resulta plausible hablar de lenguaje incluyente y no sexista como pauta comunicativa y discursiva, puesto que, como postura política, evidencia la perpetuación de estructuras convencionales y dominantes por medio de la lengua. De este modo, se entendería que, si bien es una disglosia funcional en ciertos contextos, su uso incomoda al extenderse, ya que conlleva un replanteamiento de nuestros comportamientos no solo socioculturales sino también lingüísticos.