Desde niño, ocho o 10 años, he vagado por la vida creyendo en la existencia de un lugar secreto, un escondite misterioso e inexpugnable donde todo es posible, y que está en el ombligo de la calle principal de Ciudad Delgado, bajo las naguas de la iglesia El Calvario, esa iglesia abandonada que la soledad pone gris y que apenas se alcanza a ver desde la banca de la nostalgia. En ese lugar (estremecido por el alarido del tren que me pasaba diciendo «adiós», «adiós», en el cruce donde, la niña Lilian, vendía las pupusas más ricas del mundo) me convertía en otra persona que, siendo idéntica a mí, era distinta, y eso me llevó a inventar un pseudónimo antes de necesitarlo, pues estaba convencido de que esa era la mejor táctica para evadir ileso los peligros, tristezas, balas y fiebres que me acechaban con ojos impíos.
En la medida en que fui creciendo en preocupaciones, y años, esa idea se objetivó en mi imaginario, se convirtió en mi utopía, y esa utopía en una fantasía interminable que tenía de sueño y tenía de pesadilla, porque —eso lo sabes bien— la subjetividad sólo sobrevive si alimenta sus paradojas, le dijo, como cuando, hace tantos años daba clases de Realidad Nacional en la universidad que olía a pueblo, y donde se enamoró, a muerte, del halo pedestre de la silueta llena de gracia que se oculta en las páginas de la historia que busca reinventarse a sí misma.
Desde entonces —continuó diciéndole, con los gestos de quien sabe que está a solas— cuando por cualquier razón me siento acongojado, o feliz, me abrazo (con todas las fuerzas de las que dispone un cuerpo que, por la pobreza, no supo del control del niño sano) a mi almohada, a mi casa, a mi lugar secreto, a mis calles empedradas y bulliciosas, a la luz de las luciérnagas furtivas que, con paciencia de santo, me mostraron cómo se edifica la historia que nos hace ver más grandes a las personas; me aferro a los lugares donde jamás dejé de vivir, aun cuando me fui lejos (¡te fuiste leeeeejos, Vladimir!) desde el día en que, enredada en los gritos de la madrugada y en el silencio atroz de los testigos mudos, las manos óseas de los escuadrones de la muerte hicieron coincidir mi foto (tamaño cédula, blanco y negro, tomada en Foto Flores) con un código postal: aquí vive este hijueputa subversivo, hoy sí te vamos a matar, cabrón. Y entonces, suspiro de alivio al saber que salí vivo de donde muchos miles salieron muertos, o no salieron, debido a que nunca fueron encontrados sus inmortales restos mortales.
Desde ese viernes de calores ensopados en el que el mundo escuchó mi primer llanto, a las 10 de la mañana en punto, nunca he dejado esos lugares, porque la subjetividad es mágica, le dijo, haciendo una cruz con los dedos. Estoy consciente de que 62 años después es absurdo que aún siga viviendo, simbólicamente, en la avenida Juan Bertis #48, ese lugar en el que mi madre, mi abuela, mi bisabuela y mi tía, haciendo inenarrables esfuerzos por ver en mi cara fea unos ojos hermosos y una inteligencia prodigiosa, me cogieron en sus brazos y me señalaron el mundo por primera vez. Aquel de allá, el más brillante y bonito, es el nixtamalero, me decían, aprovechando que la noche era un manto sin arrugas sobre el corredor del mesón donde vivía, ese corredor en el que, aunque no tengo el registro que lo compruebe, me tomaron las primeras fotos, le dijo, mostrándole un viejo álbum familiar con las hojas vacías.
Mi historia, ese relato inconcluso y confuso que confunde el tiempo con el espacio desde que conocí a Einstein, se convierte en algo fantástico, porque está hilvanada a lo fantástico de quienes, con amor indecible, me cuidaron como si yo fuera lo más importante del mundo, cuando lo importante eran ellas y el lugar… y el tiempo, claro está, que entonces estaba sometido por la difusión roja de leyes marciales, golpes de Estado de juguete, masacres tétricas, fraudes electorales, presidentes tan iletrados como carniceros, lápidas sin inquilinos, velorios de cuerpos ausentes —sin pan dulce, ni café de maíz—, y actos fúnebres que vivieron su extremo, 20 años después de mi aparición en escena, en la masacre de El Mozote, le dijo, mostrándole una copia del Informe de la Comisión de la Verdad que está lleno de mentiras y de lúgubres fotos de niños violados, asesinados y despedazados por los genocidas. Y pensar que, unos años después —a fuerza de lenguas viperinas, almas funestas y manos corruptas— los traidores del pueblo malearon la historia de lucha de quienes tuvimos el valor (venciendo un miedo invencible) de tomar las armas contra la dictadura militar, e hicimos nuestro el turno del ofendido del que habló Roque cuando presagió, con una metáfora no apta para imbéciles, el febrero que se rebelaría a un costado de Catedral.
La lengua tiene más filo que el cuchillo y es más cobarde que Judas; hay que tenerle miedo a los vivos, no a los muertos, me decía, mi abuela, mientras mecía mi cuna abrazada a la imagen de la Virgen Ensangrentada —en cuyos ojos cabía toda la luz del universo— como si tuviera la certeza rotunda de la clandestinidad que me esperaba al doblar la esquina de los 12 años; como si estuviera convencida de que yo era capaz de descifrar sus palabras, aunque no había aprendido a hablar; como si supiera que las revueltas estudiantiles (como la del jueves 26 de enero de 1961 en contra del Directorio Cívico Militar que, besándose el dedo pulgar derecho después de haber ido a la letrina, juró que acabaría para siempre con la impunidad y la delincuencia) iban a ser mis implacables tutoras de ética.
Si bien he viajado mucho y por lugares remotos, Chile, Brasil, Argentina, Perú, Uruguay, Cuba, México, Honduras, Guatemala, Nicaragua, Francia, Apopa, Jiquilisco, Soyapango, San Marcos, Estados Unidos (mojado, obviamente) y Alemania (lo que es mucho, si lo comparamos con los miles de campesinos que mueren sin conocer el mar o la capital del país), lo que a mí me ha impresionado más, hasta el punto de marcar mi vida y mis palabras, ha sido el no poder abandonar la misma casa, las mismas calles, el mismo río sucio, las mismas caras, el mismo calendario y la misma ciudad, le dijo, mostrándole los sellos migratorios en su pasaporte sin visa americana. Esa imposibilidad crónica de desprenderme de un ombligo geográfico se debe a que el destino de la ciudad ha sido mi destino, pues ella fue la que forjó mi carácter, mi noción del honor, mi cosmovisión, mi opción sexual, mi identidad y no-identidad, aunque no le estoy echando la culpa de todo lo malo que aprendí.