El «lobby» en Estados Unidos se convirtió en una actividad sumamente rentable por medio de la cual particulares, empresas, corporaciones e incluso gobiernos buscan incidir en la política del Congreso o en la Casa Blanca. Es un negocio que mueve miles de millones de dólares y que, por lo tanto, ha sido regulado con leyes que establecen algunas reglas. Pero, al final de cuentas, el que tiene más dinero logra que su narrativa se imponga dentro de las esferas de poder en Estados Unidos para construir una imagen de una actividad económica, un concepto sobre una realidad en particular o sobre un país.
Los lobistas tienen a informantes en otros países y son ellos los que «dibujan» la imagen de una nación ante políticos que solo conocen lo que llega a sus escritorios. Así, la imagen de estos informantes depende de la ética de cada uno de ellos o de la de su patrocinador. Un lobista o el que contrata a uno de ellos busca imponer una determinada imagen entre las autoridades de Estados Unidos.
Si se quiere conocer la realidad de un país pero solo se busca un sector minoritario, entonces solo se tendrá la visión de ese segmento, totalmente deformada y al servicio de intereses de grupos de poder. Lo vimos muy de cerca recientemente, con el enviado del presidente Joe Biden para El Salvador, Honduras y Guatemala. Ricardo Zúñiga se reunió únicamente con miembros que se autodenominaban «sociedad civil», pero eran nada más empleados de organizaciones y fundaciones patrocinadas por partidos políticos, los mismos que fueron derrotados en las elecciones del 28F. Es decir, son replicadores del pensamiento de partidos que han sido desechados por la voluntad popular.
Así como se nutra una historia —es decir, si tiene variedad de fuentes—, así de completa será y dará un reflejo exacto de la realidad de un país. Sin embargo, si solo tiene como fuente a grupos interesados, obviamente mostrará una imagen distorsionada de la realidad.
De esta forma se construyen narrativas sobre la base de intereses económicos, ideológicos o incluso geopolíticos. Justamente, el Departamento de Estado de Estados Unidos mostraba cada año que el sistema judicial salvadoreño era uno de los entes más corruptos. Si se ha sustituido la cabeza de esa corrupción, ¿tiene sentido, entonces, regresar al estado anterior, es decir, a los corruptos anualmente señalados?