Hasta los 34 años supo que solo tenía un riñón, y cuando los médicos lo descubrieron fue para decirle que ya no funcionaba porque el lupus que padeció unos 15 años atrás lo había dañado irreparablemente. Han pasado tres años del diagnóstico que cambió su vida: insuficiencia renal crónica.
He llegado hasta su casa en la colonia El Edén, en el Plan del Pino, Ciudad Delgado, departamento de San Salvador. En este asentamiento de los años ochenta es donde Brenda Ivania González, una psicóloga de 37 años, vive desde que era una niña y aún recuerda la pobreza en que empezaron a construir cada quien su casa, con donaciones o discretas inversiones de lo poco que ganaban en empleos de maquila o subempleos.
Brenda Ivania sonríe cuando le digo que esta colonia parece un pequeño Macondo, el famoso pueblo de la novela «Cien años de soledad», del Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, en especial por la forma y lugar donde fue fundada. Llegar cuesta menos que antes, pero ella sufre mucho porque su riñón ya no funciona, se cansa, y a su joven edad, con esta situación, las fuerzas se le agotan rápido.
Como llegué temprano, este último día de junio de un inestable invierno de 2023, soy testigo dentro de su casa de la diálisis domiciliar que tiene que hacerse cada seis horas para más o menos estar bien en el día. Este procedimiento es simple y complejo al mismo tiempo: extraer por gravedad todo líquido de su cuerpo e inyectarle uno nuevo (especial) para su funcionamiento, en otras palabras, lo que cualquiera hace automáticamente cuando va al baño ya no es posible para miles de personas como Brenda Ivania.
Al verla en su habitación haciendo ese procedimiento, le pregunto: «¿Qué le pides al cielo ante esta difícil forma de vivir?». Responde: «Mejorar mi calidad de vida y eso solo se logra con la donación de un riñón que sea compatible conmigo». «Vaya milagro», me digo en silencio, y ella parece leerlo. «Sin duda es imposible, pero si está en la voluntad de Dios, habrá alguien, por ejemplo, que lea lo que usted escribirá», sentencia en una intrépida declaración de fe.
La pequeña sala de la casa de Brenda nos acoge y ella abre su corazón para compartirme las cosas que están pendientes. No habrá hijos propios, pero sí sobrinos que ella ama; aunque su novio se retiró cuando supo el diagnóstico, alguien podría ser amado por el amor que tiene guardado; servir en su congregación es una tarea pendiente; en fin, «estoy lista para seguir viviendo y vivo con gozo si es que la voluntad de Dios sea distinta a mis deseos», me dice con una paz que no puede el entendimiento humano explicar.
Brenda Ivania González requiere de ayuda, desde el costo de un taxi para salir de su Macondo a las consultas, apoyo con medicamento y vitaminas, hasta el mayor acto de amor de alguien apto para compartirle un riñón, algo que solo Dios podrá pagar (información adicional al móvil (503) 6000-9327).