El término «revolución», que por décadas fue apropiado y hasta patentizado por los diferentes movimientos izquierdistas de Latinoamérica, o al menos eso se nos hizo creer a las diferentes generaciones de estudiantes universitarios de los años sesenta, setenta y ochenta de la Universidad de El Salvador, ya no es exclusivo de ellos.
Marta Harnecker, en su libro «La revolución social: Lenin y América Latina», publica una entrevista a Joaquín Villalobos, y este menciona que a inicios de los años ochenta, producto del descontento popular, se tenía una enorme acumulación de fuerza importante que presagiaba que ante un alzamiento militar de los movimientos de izquierda se produciría una derrota militar de la oligarquía de la época, y decía que existían las condiciones objetivas y subjetivas para tomar por la vía armada el poder político e instaurar un Gobierno de transición al socialismo, y es así como se lanza la ofensiva militar de enero de 1981… Lo demás es conocido como parte de la historia reciente de nuestro país.
Debido a que ninguna sociedad es estática, sino cambiante por su propia naturaleza y donde también se aplican importantes reglas filosóficas, en las que lo nuevo sustituye a lo viejo.
En el contexto brevemente explicado, se ubica en este momento nuestro país, en el que busca la sustitución de una clase política vieja por una nueva, esto incluye nuevas formas de hacer política, nuevas formas de administrar el Estado y el Gobierno.
Todo lo anterior es lo que la clase política, por ahora dominante desde el seno de la Asamblea Legislativa, no entiende, no encaja y no visiona que El Salvador entró en una nueva dinámica de recomposición del tejido social y comunitario, donde los actores somos todos los salvadoreños. Es por ello que la clase política tradicional, «rancia y anacrónica», ya no encaja.
Al establecer una analogía de lo plasmado en el libro de Marta Harnecker, que ahora tenemos las condiciones objetivas y subjetivas, es decir, que en los últimos 30 años, llámese Gobierno de ARENA y/o FMLN, generaron condiciones de altos niveles de corrupción gubernamental, de los que se tienen casos judicializados y otros pendientes por su calidad de prófugos de la justicia, sin dejar de lado casos sonados, como es el del Sitramss, por mencionar algunos de los que han provocado descontento colectivo.
Las condiciones objetivas y subjetivas plasmadas y concretadas en los altos niveles de pobreza de nuestra población más vulnerable, la que ha visto frustradas sus esperanzas de acceso a servicios básicos que el Gobierno debe retribuir.
Este descontento conlleva a una toma de conciencia de la población, la cual no es un mero fenómeno mediático, como algunos se atreven a minimizar, pero que permitió que la población en 2019 se expresara en las urnas, en un primer momento para elegir un nuevo gobierno, con una visión de avanzada y antagónica a las prácticas tradicionales, que riñe con la forma «mañosa» de hacer política.
La dinámica sociopolítica en la actualidad de El Salvador permite hacernos creer que muy pronto se tendrán las condiciones que insertarán sin mayor preámbulo a nuestro país en el concierto mundial, ahora sí, en vías de desarrollo.
Para lograr el objetivo antes descrito, se visualizan dos elementos básicos: por un lado, un Gobierno visionario y futurista, y por el otro, una población ávida de culminar la tarea iniciada en febrero de 2019 y esperando cerrar este capítulo en febrero de 2021, con la conformación de una Asamblea Legislativa consecuente con la problemática del país, que sea coherente con las políticas públicas de apoyo a nuestros sectores populares más golpeados por el anacronismo, con una tradición maligna de grupos de poder políticos y económicos.
Para lograr ese cometido, es decir, una verdadera revolución, solo se visualizan dos institutos políticos que recogen esas necesidades y aspiraciones de nuestra población.