Soy cristiano, pecador pero me considero cristiano. He sido cristiano, o al menos eso creo, inconsciente y conscientemente desde que nací. De niño pasé por el bautizo, la primera comunión y la confirmación en la Iglesia católica. Aprendí de mi madre el padrenuestro y el avemaría, plegarias que repetí hasta el cansancio durante el riesgo que afronté en la guerra. He orado, más bien he llorado más que orado, en las camas de los hospitales y Dios me ha escuchado.
Quizá les parezca un mentiroso o fanático de la fe si les digo que el padrenuestro y el avemaría se volvieron mi escudo protector durante el operativo Guazapa 10. Mi madre y yo fuimos de los pocos que resultamos ilesos de las esquirlas de una bomba de napalm que lanzó una avioneta y que nos cayó a menos de 50 metros. De eso han pasado ya cerca de 40 años, pero recuerdo con detalle cómo nos revolcábamos sobre esa pequeña quebrada rodeada de piñales y abonada de heces fecales.
Esa fue la primera señal que recibí acerca de que Dios existe, y más aún, que me ama. Durante mucho tiempo, en mi estancia en el refugio, fui fiel a la misa dominical. Ya en mis tiempos de adolescencia y de rebeldía me limité solo a rezar y a orar toda vez que me subía a los buses o a persignarme frente a las iglesias católicas, así como a cantar y guardar la compostura mientras asistía a los devocionales cristianos en mi centro educativo.
Mi filosofía era que mientras no le hiciera daño a nadie, no robara, no matara y no calumniara, estaba en paz y en los caminos de Dios. No temía a los mandatos de la Biblia, pero sí me apenaba que me vieran con la Biblia en las manos.
La primera vez que yo llegué al evangelio fue por una sola razón: Rubidia. Ella era hija de un pastor, don Rosalvo García, y como tal quien la quisiera debía profesar su misma religión. Durante años ella me reprochaba que yo entrara a la iglesia por carne (compañía del otro sexo), y pensando detenidamente quizá tuvo razón.
En el evangelio se nace, se gatea y después uno camina. A mí me tocó nacer y correr. Rubidia salió embarazada a finales de diciembre de 2000, y eso me obligó a que el amor que nos sentíamos lo lleváramos al plano legal y religioso de emergencia. Me adoctrinaron, me bauticé inmediatamente y luego vino la boda religiosa. El matrimonio civil ya lo habíamos hecho a escondidas. El embarazo crecía cual cerro. Dennis ya estaba en camino.
Durante algún tiempo yo me mantuve como relojito suizo fiel a los cultos, pero sin dar la espalda a pecados que para mí eran y son de poca connotación.
Nos congregábamos en la iglesia Una Esperanza Viva de la colonia 22 de Abril. Allí abundaban los pandilleros y siempre hubo hermanos que contribuyeron para que yo argumentara mis pretextos y dejara la congregación.
Por más de cinco años me olvidé de ir a cultos, de ir a vigilias; me amparaba en la frase bíblica que reza «la fe sin obras es muerta». Con ese escudo llegué a las salas preoperatorias y posoperatorias del Hospital General del ISSS en noviembre de 2010. Allí me encontré con Manuel Callejas, un joven servicial. Jocoso, pero entregado por completo al evangelio, y frente a mi cama estaba Arsenio Carrillo, quien fungía como alcalde de San Esteban Catarina por el FMLN entre 2000 y 2012.
Cheno, como le decían sus familiares, fue un combatiente de alto rango en la guerrilla. Confesaría entre los pacientes de la sala que durante la guerra le decían Judas y que no creía en Dios. Él apostaba siempre por los chistes rojos. Y aunque ateo, Cheno era un buen tipo.
Era yo el que trataba de balancear las tertulias cuando Manuel y Arsenio debatían sobre la existencia y las doctrinas de Jesús, pero ambos dejaron el hospital antes que yo. Extrañé sus bromas, su consuelo, cuando sin una gota de anestesia los doctores me afirmaron que lo mío era seguramente un cáncer.
Fue la mañana del 23 de diciembre que la tortuosa noticia estremeció mi cerebro. Tenía frente a mí una sentencia de muerte. Tragué y respiré una y otra vez para no llorar frente a los de gabacha blanca. Una vez se habían ido, me cobijé y bañé la cama de lágrimas amargas. Llamé a casa para decirle a mi familia que los médicos me habrían dado de alta, pero que tenía noticias poco alentadoras. Había ido para iniciar el proceso de reconstrucción, y esperanzado en mostrarle al mundo otra vez mi rostro, y me iba a casa con la obligación de volver tras las vacaciones de año para luchar por mi vida.
Había deseado con ansias el alta en días anteriores, no quería pasar la Navidad en el hospital, pero la noticia de los galenos me estalló en el rostro como mortero prohibido. Uno de mis grandes temores cuando dejé el hospital fue cómo sobreviviría mi tristeza esa noche de Navidad. Habría cohetes, cumbias y con todo con olor a festejo, mientras en mi mente retumbaba la palabra cáncer. Sin embargo, Dios ya tenía el remedio preparado.
En la noche, en la víspera de Navidad, me visitaron los hermanos Miguel Roque y el hermano Feliciano Castañeda. Oraron. Acepté ahogado en llanto la reconciliación con Dios, y en lo más fuerte de la oración, sin pronósticos ni señales, entró un fuerte viento y derribó el control remoto de la TV, que estaba en la juguetera en la sala de mi casa. Nos quedamos extrañados porque el viento que sopló desapareció así como había venido. En adelante entró una gran paz en mi corazón y desapareció todo temor. Había sentido el toque de Dios.
Hoy, aunque no estoy exento de los pecados, puedo decir que intento peregrinar por los caminos del Señor, y que han profetizado grandes maravillas de Dios sobre mi vida. No lo dudo, pero por ahora me basta con respirar, estar vivo. Dios me ha tocado y bendecido.