Siempre han estado presentes en mi vida. De pequeño los recuerdo merodeando los claveles con sus enormes pistilos amarillos que adornaban la entrada de la casa. El árbol, aunque viejo, se vestía casi todo el año de flores, por lo que no era extraño ver a los colibríes en diferentes momentos, sobre todo en días soleados.
Hace unos meses me sorprendió otro colibrí volando muy cerca de mí, aunque en realidad buscaba las flores del granado. Iba de un lado a otro con su infinito aleteo, deteniéndose por instantes, literalmente suspendido en el aire o retrocediendo, para hacer alarde del magnífico vuelo que los caracteriza.
Más recientemente vi dos al mismo tiempo, la primera vez que me ocurre. Uno prefería las rojas aves del paraíso plantadas junto al guayabo y otro gustaba más del néctar de las flores del enorme nopal.
Debo confesar que antes de ubicarlos con la mirada, siempre los reconozco por su peculiar sonido. Con los dos últimos que he visto sucedió así, el zumbido hizo que me detuviera para buscarlos. Resulta que, mientras reposan, por su diminuto tamaño se confunden con las hojas, aunque el inquietante movimiento de sus cabezas los termina delatando, y después es un gusto seguirlos en su interminable rutina de flor en flor.
La tradición maya habla maravillas de los colibríes. Una leyenda señala que los dioses, cuando crearon todas las cosas de la Tierra, a cada animal, a cada árbol y a cada piedra le encargaron un trabajo, pero cuando terminaron se dieron cuenta de que a nadie le habían encargado llevar los deseos y pensamientos de un lugar a otro.
Como ya no tenían barro ni maíz para hacer otro animal, tomaron una piedra de jade y tallaron una flecha. Era una flecha muy pequeña. Cuando estuvo lista, soplaron sobre ella y la flechita salió volando. Los dioses habían creado al «‘x ts’unu’um’», el colibrí.
El ave lleva pensamientos de los hombres y no solo de los vivos, también de las almas de los seres queridos del más allá, ya que es el único ser, según la leyenda, que nunca moría y podía entrar y salir del inframundo o Mictlán.
Los mexicas, uno de los pueblos que habitaron Tenochtitlán, una ciudad construida en el siglo XIV en una isla en el lago Texcoco y que ahora es conocida como la Ciudad de México, tienen una rica historia sobre los colibríes.
En náhuatl, al colibrí se le conoce como «huitzilin». La leyenda relata que Coatlicue, la diosa de la fertilidad (que viste falda de serpientes), barriendo el templo de Coatépec vio caer del cielo una bola de hermosas plumas azules, que tomó y resguardó en su seno, y con ello quedó embarazada. El bebé en su vientre era Huitzilopochtli, que significa «colibrí sureño» o «colibrí zurdo».
Fue Huitzilopochtli quien transmitió el mensaje a los mexicas para que migraran de Aztlán en busca de la señal que les indicaría la tierra prometida (valle de México) para la fundación de la gran Tenochtitlán. En su travesía siempre los acompañaba una pequeña ave que les mostraba el camino, el colibrí, nahual de Huitzilopochtli.
De toda esa historia, resulta maravilloso pensar que los colibríes son mensajeros del más allá y que los tuyos quieren saber cómo estás, que siempre te acompañan, que te envían su cariño, alimentando la esperanza de un mágico reencuentro.