Democracia es toda forma de Estado que organiza la supremacía de la mayoría sobre la minoría y que guarda una íntima relación con la dictadura. Esta afirmación nos puede producir sobresaltos. Estamos educados y formados de una manera tal en la que no descubrimos fácilmente que la justicia tiene amoríos con la injusticia, el bien con el mal, la vida con la muerte, el principio con el fin. Así, la dictadura también tiene relaciones estrechas con la democracia. Esta relación tiene que ver con el hecho de que, frente a la democracia, lo primero que debo preguntarme es ¿democracia para quién? O, lo que es lo mismo, ¿democracia de quién? En ningún caso, dentro del capitalismo, la democracia es para todos. Siempre es para una parte de la sociedad, que puede ser una minoría o puede ser la mayoría. Si es para la minoría, tal como ocurre en nuestro país, para la mayoría esa democracia es dictadura. Pero si la democracia es para la mayoría, para la minoría será también dictadura.
Lo mismo ocurre con la dictadura: hay dictadura cuando una parte de la sociedad impone a la otra sus intereses, con independencia del medio usado para ello. El rasgo determinante en una dictadura no es la fuerza ni la violencia empleada, sino la imposición de los intereses de una parte a otra de la sociedad.
Toda forma de Estado es llamada democracia por los sectores dominantes. Bajo ese nombre aseguran que sus intereses económicos, políticos, culturales, psicológicos y deportivos predominen sobre los intereses sometidos.
En El Salvador, las oligarquías dominantes han asegurado por décadas su democracia, la democracia oligárquica, y esta se ha venido expresando de diferentes formas en las sucesivas constituciones que han aparecido en la historia, igualmente en los diferentes modelos económicos que en cada etapa histórica han expresado la economía de los bloques oligárquicos. Así, ha sido en cierta época el poder de los cafetaleros la actividad económica dominante; luego, los algodoneros; después, los cañeros y azucareros. También los banqueros. Y todos estos grupos, después de la guerra popular, en alianza con Estados Unidos, impusieron el neoliberalismo. Este es el reino total del mercado, que tiene plena libertad para ponerle precio a todos los productos, que convierte todo bien en mercancía, que le pone precio a todas las cosas y a todas las personas, que entiende a la naturaleza sometida a la economía, que privatiza todos los bienes públicos de la sociedad.
A todo esto, a este empobrecimiento extenso e intenso de la sociedad salvadoreña, se le llama democracia. Esta es la democracia oligárquica que se encuentra sostenida legal y políticamente por las leyes y por sus constituciones. Por eso, cuando en la sociedad política se produce una nueva correlación de fuerzas que vuelve posible establecer nuevas reglas del juego, que viabilicen una democracia diferente a la oligárquica, de inmediato, todo el bloque de fuerzas ligadas al viejo poder del pasado califica este intento de dictadura. Todo esfuerzo de sustituir una democracia por otra diferente amenaza los intereses cobijados por esa clase de democracia y por esa clase de constitución.
Este proceso de reformas constitucionales requiere de crisis política, de correlaciones favorables y de que el poder sea capturado por sectores clasistas diferentes al que detenta tradicionalmente el poder. No conviene olvidar que el país atraviesa un momento de cambios situados principalmente en el territorio de los aparatos de Estado y que avanza sobre los escenarios económicos cambiando el «modus operandi» de las fuerzas económicas. Cuando se entra en el territorio de la Constitución estamos situados en el momento de cambio fundamental de las reglas fundamentales del juego fundamental.
Este proceso comprende cambios en la parte filosófica, en la relativa al funcionamiento de los poderes del Estado. Hay cambios en las relaciones entre el ciudadano y el Estado y viceversa. El proceso empezó hace largos años, cuando en las cabezas de los luchadores de décadas pasadas aparecieron reivindicaciones que, siendo democráticas, como el referéndum y el plebiscito, no correspondían a la democracia de los señores oligárquicos, que eran dueños absolutos del poder.
Cuando ahora aparece esa posibilidad de que esta antigua exigencia popular se convierta en ley constitucional, constituye una ofensa alarmante para todos esos sectores que le temen al pueblo y lo consideran una amenaza que debe tener siempre las manos amarradas.
Sin embargo, las nuevas correlaciones posibilitan que, por primera vez en nuestra historia, el pueblo, que es el que vota en cada elección, el que paga impuestos, también sea partícipe activo en el proceso de decisiones que afectan su destino.
De esto y más, como veremos más adelante, tratan las reformas constitucionales, que caminan indetenibles en la sociedad.