Lo primero que hace Moise al llegar al río Tuquesa es sumergirse para que la corriente lo limpie. Ganó. Tras caminar cinco días por la selva del Darién, alcanzó la aldea Bajo Chiquito, en Panamá. Detrás vienen muchos migrantes como él, rumbo al norte. «El viaje estaba muy duro porque el camino es largo. Hay muchos muertos, gente que no llegó hasta aquí. Para mí es la fe en Dios que nos ayuda», cuenta este haitiano de 29 años y gorra estilo Bob Marley.
Él y su grupo terminan este último tramo a pie. La noche anterior, mientras aún estaban en la floresta, llovió torrencialmente y vienen enfangados.
Otros migrantes, con niños en brazos y algo de dinero, prefieren abordar una piragua capitaneada por lugareños, que los acerca al pequeño puerto del pueblo.
Peter, de 29 años, llega en estos botes. Sube con dificultad por el embarcadero, llevando a su hija de tres años, y se estabiliza con un último impulso. «Las cosas son así. Tienes que hacerlo para buscar una vida nueva. La cosa está muy difícil para nosotros los haitianos. Tienes que buscar las cosas de nuevo», dice este hombre.
Cerca de 580 personas emergieron el último domingo de las entrañas del tapón del Darién, 575,000 hectáreas de vegetación que separan a Colombia de Panamá. Una de las rutas más peligrosas del mundo, según Unicef.
En lo que va del año han transitado por allí 64,000 migrantes. Solo 18,000 en agosto, según el ministro de Seguridad, Juan Pino. La mayoría es de Haití. Ante el inacabable flujo migrante, las autoridades colombianas y panameñas fijaron cuotas de 500 diarios desde septiembre. Todos desembocan en Bajo Chiquito, pueblo de la etnia emberá, en la provincia de Darién, extremo sur de Panamá, la primera zona habitada con la que se topan luego de vencer a la selva. Ningún migrante planea quedarse allí por mucho tiempo. «Voy a Estados Unidos. Ese es mi destino. Allá podré realizar mis sueños, un buen trabajo», confiesa Moise. Falta mucho. Las caminatas en la selva van de 6 de la mañana a 6 de la tarde. Luego duermen, cuenta Yadira Rosales, una de las pocas cubanas de la multitud. Viaja con su esposo, José Alberto Reyes, y su hija Adelis, de cinco años.
Todos hablan de los asaltos que sufren por bandas organizadas, de asesinatos y de abusos sexuales. En el pueblo hay un puesto del Ministerio de Salud que trabaja con Médicos Sin Fronteras (MSF). Brindan aproximadamente 400 atenciones diarias.
«La mayoría de las lesiones son traumáticas en los pies, por los largos días de caminata y lo difícil de la ruta […], lesiones a nivel gastrointestinal, picaduras de insectos y casos de violencia sexual que también hemos atendido», explica la doctora Sofía Vásquez, de MSF. Tras registrarse con Migraciones y el Servicio Nacional de Fronteras (Senafront), los peregrinos se sorprenden al ver que no están en un refugio, sino en un pueblo donde todo cuesta. No hay energía eléctrica ni internet. Es un pueblo pescador y recolector que ha readaptado sus actividades económicas para recibir a la masiva visita.
La mayoría se acomoda en un campo de básquet en el centro de la aldea, rodeado por comercios y venta de almuerzos a $3 el plato, que no todos pueden pagar.
Se han colocado algunas cañerías abastecidas con agua de tanques portátiles, exclusivamente para higiene.
Y ante la necesidad de los haitianos de conectarse con el exterior, los indígenas ofrecen envío de mensajes de WhatsApp a $2, a través de un celular que capta señal en alguna posición estratégica.
Los niños
El paso de niños por el Darién se ha multiplicado por 15 en los últimos cuatro años, según Unicef. Muchos llegan deshidratados o con dolencias respiratorias por estar expuestos a la lluvia y a la humedad, precisa la doctora Sofía.
El cubano José Alberto dice que su hija Adelis «está fortísima» y «caminó harto». Ella sonríe, como si se tratase de un paseo.
«Mi corazón está así», confiesa, por su parte, el haitiano Peter, mientras mueve su mano izquierda de arriba abajo a la altura de su pecho, y sostiene con la derecha a su hija. «A ella le sentó muy mal. Parece que está enferma», comenta. En el campo de básquet, el paisaje es dominado por niños que corretean por entre mochilas, colchones y las carpas que sus padres van armando para dormir.
Cuando llega la noche, la luna llena es el telón de fondo de este improvisado campamento. La madrugada es un concierto de susurros y conversaciones interminables. Pocos concilian el sueño plenamente.
Francófonos, la mayoría de los haitianos que acaba de pasar la noche en el Darién habla español con un marcado acento chileno. Usan el «po» por pues y le dicen «pega» al empleo. Salen de Chile, donde han pasado los últimos tres o cuatro años trabajando. Moise Cliff Raymond dice que le fue bien en Chile, pero nunca pudo tener sus papeles en regla. Otros cuentan que perdieron su empleo por la pandemia. Edman, de 39 años, explica que se fue porque no quería más maltrato ni racismo.
Francófonos, la mayoría de los haitianos que acaba de pasar la noche en el Darién habla español con un marcado acento chileno. Usan el «po» por pues y le dicen «pega» al empleo. Salen de Chile, donde han pasado los últimos tres o cuatro años trabajando. Moise Cliff Raymond dice que le fue bien en Chile, pero nunca pudo tener sus papeles en regla. Otros cuentan que perdieron su empleo por la pandemia. Edman, de 39 años, explica que se fue porque no quería más maltrato ni racismo.
El lunes por la madrugada, la bruma cubre la aldea. El patio de básquet está vacío y los migrantes hacen fila para abordar las piraguas que los llevarán al refugio en Lajas Blancas. Ese viaje les cuesta $25.
«Espero que Dios nos ayude a continuar el camino a nuestro destino, que todos saben cuál es», cuenta Edman desde la fila. Allí le entregan un chaleco salvavidas naranja y les advierten que no hagan movimientos bruscos en la nave. «Ya saben lo que puede pasar», dice un lanchero.