Las Constituciones de los Estados contienen los acuerdos políticos tomados por los bloques dominantes en un determinado momento de la lucha política. En ese momento es cuando se alcanza una determinada correlación de fuerzas, que es la que permite el cambio de reglas.
La Constitución contiene un conjunto de reglas relacionadas con el poder del Estado, con la relación de este y los ciudadanos, y también con el poder de los ciudadanos. Estas reglas sirven para jugar un determinado juego que, sin embargo, no está contenido en la Constitución. Llamamos juego a las condiciones políticas, económicas, ideológicas, culturales y hasta militares que delinean y definen una sociedad, tanto civil como política. Todos los que habitamos la sociedad humana somos jugadores de un juego del que no siempre conocemos o estamos conscientes, pero no tenemos más alternativa que jugarlo.
Las reglas de este juego están contenidas en la Constitución y, a partir de ahí, en toda la estructura legal de la sociedad. Sin embargo, pese a lo que aparece a primera vista: una relación armoniosa entre estas reglas y el juego que se juega con las mismas; lo cierto es que el juego real, el que se juega todos los días, no siempre se somete a las reglas acordadas y establecidas. Esta es, precisamente, la lucha que puede ser sangrienta entre el deber ser, expresado en las normas, y el ser, expresado en la vida real, cotidiana, de la sociedad humana en la que vivimos.
En todo este trapiche de conflictos, resulta fundamental lo que se llama correlación de fuerzas: son los más fuertes los que tienen condiciones para imponerse y superar a las normas constitucionales. Son los que tienen el poder económico necesario, el poder político adecuado, los aparatos ideológicos para difundir su ideología, los agentes políticos para defender sus intereses en los aparatos del Estado, y en definitiva, la influencia necesaria para controlar los procesos de toma de decisiones.
Las Constituciones expresan en cada momento los intereses, los puntos de vista, opiniones y posiciones de los sectores o grupos que en ese momento cuentan con una favorable correlación de fuerzas, y tienen de esa manera las condiciones para convertir en normas constitucionales sus visiones y posiciones ante el mundo.
Aprobar una Constitución resulta ser fundamentalmente un problema político, relacionado precisamente con el poder político, y no es, como puede parecer, un problema jurídico; aunque esta sea la forma preponderante en que las Constituciones son abordadas. Por eso, se tiende a pensar que las Constituciones son cosas de abogados, al igual que las leyes, y que no son temas o cosas que interesan a la gente de la calle. De esa manera, hasta ahora, el tema constitucional ha sido siempre un problema de élite, aunque sean siempre las vísceras de los más desposeídos de las sociedades las que quedan trabadas en las alambradas y revueltos en las polvaredas de los caminos. Y sean los intereses de los más poderosos los que terminan asegurados férreamente en cada disposición constitucional.
En la actualidad, esta galopante realidad ha sido alterada y hasta desordenada, empezando porque en la sociedad salvadoreña se desarrolla un cambio de juego a partir de que un nuevo grupo clasista tiene el control del aparato del Estado y de sus órganos fundamentales. Esto se ha logrado con el voto mayoritario de miles de salvadoreños que decidieron poner fin al anterior régimen político basado en el control del aparato del Estado por los partidos políticos.
Esta forma de manejar el Estado correspondía al funcionamiento del Estado controlado realmente por la oligarquía, que es un grupo dominante que asume el control del aparato estatal, por encima de la dirección formal de los partidos; de modo que cuando se derrumba el régimen partidario, también esta oligarquía pierde control y pierde influencia sobre los asuntos públicos. Esta inusual situación crea un escenario de encendida confrontación con los aparatos de poder económico, político e ideológico, tanto nacionales como internacionales. En ese escándalo, Estados Unidos forma parte de una encendida campaña contra el estado de cosas en el país, que es calificada como la entrada a una dictadura y como el fin de una democracia.
En este escenario de crisis política del anterior bloque dominante es que se anuncia el inicio de la construcción de una nueva Constitución, y este solo anuncio fue suficiente para despertar las alarmas. De súbito, la Constitución de 1983, que es la aprobada en plena guerra civil, con todas las limitaciones que implica una guerra, resulta ser ardorosamente defendida, y toda posibilidad de reforma o, aún más, de una nueva Constitución, es presentada como una grave amenaza a la democracia.
Por eso, hemos de explicar que toda democracia debe tener su apellido, lo que trataremos en el próximo artículo.