«País mío, vení. Papaíto país, a solas con tu sol, todo el frío del mundo me ha tocado a mí, y vos sudando amor, amor, amor», dice uno de los versos más conmovedores de Roque Dalton. ¿Cuántas veces habremos sentido todos los salvadoreños esa misma sensación?
Desde la independencia de la corona española en 1821, nuestro siglo diecinueve fue un incesante y estéril bochinche entre caudillos liberales y conservadores, rojos y azules, que al final terminaron siendo indistinguibles y fundiéndose en un minúsculo pero muy voraz y poderoso grupo oligárquico.
Ya en el siglo XX, desde 1931 hasta 1992, esa misma oligarquía delegó el poder en una neblina de coroneles y generales represivos, que pusieron a la Fuerza Armada a su servicio y, en consecuencia, contra el pueblo salvadoreño.
Durante ese largo y oscuro período, que incluyó 12 años de guerra civil entre la izquierda y la derecha, obreros, campesinos, maestros, estudiantes, intelectuales y sacerdotes que fueron perseguidos, encarcelados, torturados, desaparecidos y asesinados se cuentan por centenas de miles.
A partir de 1992, con el acuerdo en el que la oligarquía postergó a la Fuerza Armada y delegó el poder compartido entre ARENA y el FMLN, tricolores y rojos, el centro de la vida política nacional dejó de ser la represión gubernamental directa y brutal y, en su lugar, se entronizó la corrupción.
Pero tampoco hubo paz. Esa corrupción generalizada, si bien multiplicó la riqueza de los oligarcas y enriqueció a las cúpulas del bipartidismo, lanzó a la clase media a la pobreza y a los pobres a la extrema pobreza.
Esa corrupción generalizada provocó además un Estado ausente que desprotegió a los ciudadanos, la tercera parte de los cuales se vieron forzados a emigrar en busca de una mejor vida en otras tierras. El tejido social se deterioró y el crimen organizado y las pandillas delincuenciales tomaron el control territorial.
En los 30 años de gobiernos de ARENA-FMLN, que, para todo fin práctico, y al igual que los liberales y los conservadores, se convirtieron en un solo partido, la violencia homicida fue incluso mayor que la que nos desangró durante la guerra civil.
Ese fue el país que nos heredó el sistema oligárquico. Ese fue el sistema de 200 años al que el pueblo salvadoreño decidió poner fin, de una vez y para siempre, aquel glorioso 3 de febrero de 2019.
En esa fecha comenzamos una nueva historia: ahora el poder está en manos del pueblo y será el pueblo mismo el que decida y construya su futuro.
La gran tarea que hoy enfrentamos es la de saldar progresivamente, pero sin pausas y lo más rápido posible, todas las deudas históricas del Estado salvadoreño con sus ciudadanos.
No será fácil ni faltarán obstáculos de todo tipo, pero ya iniciamos la marcha con paso firme y con la férrea convicción de que este camino no tiene vuelta atrás.
Es por todo lo anterior que la inmensa mayoría de los salvadoreños dentro y fuera del país sentimos que el recién pasado 15 de septiembre fue, por fin, la celebración de nuestra verdadera y merecida independencia.