El pueblo salvadoreño sufrió, por más de 12 años, el horror de la guerra civil que tuvo como protagonistas al poder fáctico y a sus ideologías de derecha e izquierda. Un conflicto bélico que sangró y enlutó a millones de salvadoreños inocentes, por el simple control del poder, para manejar los hilos de la corrupción y la impunidad desde la silla presidencial, que luego alternaron descaradamente areneros y efemelenistas.
¿Qué de las más de 85,000 personas asesinadas y el luto de sus familias? ¿Qué de las heridas perforantes en la sociedad, de las secuelas sociales y psicológicas? ¿Qué de aquellos niños y jóvenes a quienes les truncaron la oportunidad de estudiar y ser personas de bien, y que ahora, en muchos casos, solo quedan lápidas? Claro, eso ni les importó ni les importa ahora.
Se entiende por qué jamás trataron los traumas causados por el terror al que sometieron a toda una nación y por qué nunca se preocuparon para la reparación de sus víctimas. Sí, de sus millones de víctimas.
La siguiente etapa de la guerra civil responde perfectamente: su interés fue siempre continuar con el sangramiento del pueblo y lucrarse de ello. Simplemente pasaron la página de la guerra civil a la guerra de los grupos terroristas de las maras y pandillas en contra del pueblo.
¡Cómo se iba a recuperar El Salvador si no tuvo un día de respiro, de paz, de tranquilidad desde 1979 hasta junio de 2019! El conflicto armado y las décadas de horror de los grupos criminales enterraron bajo escombros la salud mental y física de la población. Probablemente eso sea parte de la intolerancia de hoy que muestran los salvadoreños hasta al manejar o por hacerse de un parqueo.
Los expertos en psicología explican que las situaciones traumáticas acaban con el sistema de creencias básico y con la confianza, elementos fundamentales que permiten convivir con otros todos los días.
Si algo hay que «agradecer» a los dueños de ambas guerras es todo ese daño penetrante. Areneros, efemelenistas, Párker y otros muchos no solo destruyeron el país, las vidas de familias enteras y truncaron sueños; también acabaron con las instituciones, la infraestructura, los servicios básicos esenciales, la economía, el desarrollo social y el medioambiente.
El «reset» era impostergable en todo. El reinicio de la historia salvadoreña no pudo ser de la mejor forma que como lo ejecutó el pueblo el 3 de febrero de 2019 al darle la confianza a su presidente Nayib Bukele para el verdadero cambio.
Lo imperioso era arrebatar el país de las manos de los terroristas —no hablo solo de maras y pandillas— y solo un animal político con los pantalones bien puestos y enamorado de su pueblo podía lograrlo. «Miren al bicho nuevo “gorra atrás” nadando en la política de tiburones, que cree que logrará lo imposible», espetaron muchos. Pues sí. Ese cipote nació siendo un animal político del pueblo e hizo lo impensable y ante el asombro, el crujir de dientes y los lamentos de llorona de los rojos y los tricolores y de todas sus ONG, religiosos y plumíferos activistas.
Ahora que Nayib acabó con el sistema de inseguridad, asesino diseñado por los amos del terror, y puso fin al truncamiento del desarrollo social y económico de El Salvador pone en marcha la ejecución de la integración de la sociedad, de todos los sectores, que empujará y consolidará los aspectos sociales de los niños, adultos y adultos mayores que les fueron negados por más de 40 años. Sanará las laceraciones profundas dejadas por los políticos cobardes que tienen las manos llenas de sangre y del truncamiento de sueños y vidas de cientos de miles de niños y jóvenes.
La nueva etapa del Plan Control Territorial es más que prevención. Es la explosión de los componentes de cambios reales y duraderos en las condiciones de vida de nuestro querido El Salvador, en manos del trabajo y el compromiso conjunto del Gobierno, la empresa privada y las verdaderas organizaciones civiles.
Una decisión presidencial que será valorada en esta y generaciones futuras.