Desde que El Salvador adquiere su estatus de república libre e independiente en 1859, bajo aquel nombre: Estado del Salvador, que fue otorgado por medio de la Constitución decretada el 12 de junio de 1824, ha pasado por una serie de sinsabores y estadios de gran revuelta intelectual, social, política, económica, etcétera. Bajo la sombra de aquellos criollos, hijos de los españoles que vinieron al gran Cuscatlán a robar, masacrar y a apropiarse del recurso de nuestros antepasados.
La fundación formal y eminentemente de papel de la República de El Salvador ha mostrado a lo largo de estos dos centenarios que el gran capital al estilo feudal oligárquico (que ha sido el real y oculto sistema económico existente en el país) estructuró una ideología de Estado oligárquico de embudo, en la que a la población solo le llegaría lo mínimamente indispensable para vivir.
A pesar de que en el país se demarca la democracia moderna, una vez firmados los Acuerdos de Paz, en 1992, y con elecciones libres y pluralistas desde 1994 se ha mantenido un modelo de gobernanza presidencialista, con miras al cumplimiento irrestricto del gran capital, dueños y señores de todas las decisiones de trascendencia que se tomaban. Manteniéndose así desde 1824 hasta 2019 una sola forma de hacer política y de mantener el «statu quo» heredado de los padres independentistas.
Pero esta realidad cambió el 1.º de junio de 2019, tras el gane indudable en las elecciones presidenciales del 3 de febrero del mismo año. Este acontecimiento marcó la esperanza de millones de salvadoreños que vieron en este fenómeno social una luz de dignificación y nacimiento de la verdadera República de El Salvador. Nunca antes se observó en el ambiente tangible e intangible de la nación, un compromiso, una entrega, una defensa y una disposición por parte de la mayoría del pueblo a dar total apoyo a las decisiones tomadas por el Ejecutivo y la Asamblea Legislativa.
Es así como se erige bajo el azul de esta patria y el rojizo de la sangre de nuestros pueblos originarios los grandes ideales en los que el pueblo salvadoreño sustenta su presente y futuro, el manifiesto de la nueva república:
Desde la tierra que vio nacer nuestra gran estirpe indígena hasta la luz que guía con entendimiento y justicia la nueva república, nosotros, el pueblo soberano, nos unimos como un solo espíritu, en pos de la nueva patria, la tierra de Cuscatlán. Donde todo salvadoreño tiene derecho a la vida, a la dignidad, a la justicia social, a la verdad, al trabajo, al hogar, a la felicidad, a la tecnología, al desarrollo social y económico y, sobre todo, al derecho a soñar, creer y crecer como una nueva patria, dejando el legado a las nuevas generaciones, de una sociedad próspera y dispuesta a dar todo lo que sus hijos necesitan para alcanzar la verdadera emancipación y libertad.
Todo salvadoreño es dueño de su destino, forjando con esmero las decisiones del rumbo de su patria y el estilo de vida que desea para sus hijos. Decidiendo en sí y para sí el sistema político que considere el más idóneo para su crecimiento y la ideología política, social, económica y espiritual que determine para la estructura de la gran Cuscatlán. Así lo creemos y confiamos desde el centro de la vena de la gran América, que será la patria unionista de Centroamérica.