Por su diversidad étnica, social, económica, cultural, lingüística y geográfica, México no pareciera ser un solo país. México es una región conformada por microrregiones representadas por ciudades capitales. Dos de las microrregiones que me resultan bastante fascinantes son el sur, con los estados de Guerrero, Oaxaca, Chiapas, Tabasco y parte de Veracruz, y la península de Yucatán, compuesta por el estado del mismo nombre, Quintana Roo y Campeche. En esta ocasión, me gustaría detenerme un poco a hablar de Yucatán.
Yucatán, está de más decir, se caracteriza por encontrarse asentado en una planicie selvática. En él se desarrolló parte de la cultura maya, de la cual conservamos vestigios como los de Chichén Itzá y de la cual heredamos ciertas nociones astronómicas y matemáticas. En verano de 2019, fui, junto con mi familia, a aquella región. De ese estado, recuerdo que visitamos varias ruinas, como Uxmal y Chichén Itzá. Igualmente, recorrimos ciudades famosas como Izamal, Valladolid y Mérida. Todas, en alguna medida, comparten cierta imagen colonial. No obstante, Mérida atrajo mi atención por su apelativo: la ciudad blanca. Dicho nombre, como quizá podría pensarse, no se debe a su limpieza o a que sus muros sean blancos, sino a la historia que la ha consolidado.
La península de Yucatán fue conquistada por Francisco de Montejo, y desde ese momento se propuso edificar una ciudad para españoles y sus descendientes, lo que condujo a la fundación de Mérida. En ese sentido, la sociedad yucateca se cimentó estamentalmente. Así, cada actividad social estaba limitada a cierto grupo etnosocial, de tal manera que la sociedad se dividía en los «ts’uul’ob»(extranjeros), los «kaz dzul»(medio blancos o mestizos) y «huinic»o «macehuales»(indígenas y otras castas). Los primeros, como cabría imaginarse, eran los hacendados; los segundos, artesanos, comerciantes, capataces o mayordomos, y los terceros, esclavos o agricultores. En consecuencia, ese sistema facilitó que Mérida fuera durante mucho tiempo el centro de producción y comercialización del henequén, pero también que fuera una región esclavista a pesar de las rebeliones suscitadas a finales del siglo XIX —estas situaciones son retratadas por John K. Turner en «México bárbaro»—.
No obstante los cambios sociales, económicos y culturales que trajo consigo la etapa posrevolucionaria en México en el siglo XX —la posibilidad de movilidad social y el declive henequenero—, la sociedad blanca meridana «sigue ejerciendo una dominación social, moral y cultural, cuya base se encuentra en mantener delimitadas sus fronteras espaciales», raciales y laborales, según señala Eugenia Iturriaga Acevedo en «Las élites de la ciudad blanca». En consecuencia, si uno visita Mérida, puede llevarse algunas impresiones contrastantes.
Por un lado, si uno va como turista fugaz, podría reconocer una ciudad cautivadora, deleitarse gastronómicamente en La Chaya Maya y en la Sorbetería Colón o contratar un tour por la avenida Montejo, para contemplar las casonas decimonónicas de las familias más ricas de Mérida y, por su puesto, de Yucatán. Sin embargo, por otro lado, se podría vislumbrar la división citadina en distritos que delimitan las clases sociales meridanas. También se percataría del repudio existente hacia los mayas y las clases trabajadoras. Mérida, subsecuentemente, resulta un microcosmos nada alejado de lo que se vive en otras regiones de México, pero también es una ciudad que pareciera un país independiente de México.