Muchos opinan que la Navidad como la banca son productos judíos, resultado de su capacidad y del espíritu mercantilista al que los condujo la marginación y la persecución histórica, convirtiendo el nacimiento del hijo de Dios en sacrificio de miles de inocentes y crucificándolo por poner al hombre sobre la ley y a la verdad y la justicia sobre el credo.
La mayoría de los autollamados cristianos, que en realidad son solo religiosos o fanáticos que asisten a un culto con una fe de decisión y no de convicción, decepcionada por lo que hoy es la Iglesia en la que el niño cuyo nacimiento celebramos se perdió un día de sus padres y lo encontraron cumpliendo la misión que Dios le había encomendado.
La famosa frase de san Agustín sobre la Iglesia: «Hay muchos afuera que parecen estar adentro y hay muchos dentro que parecen fuera», reza actualmente como «hay pocos afuera que parecen estar dentro y todos dentro que parecen estar fuera» porque la Iglesia ha olvidado que Jesús era comprensivo con los que estaban afuera y exigente con los de dentro. Ignorancia que caracteriza al analfabetismo religioso de nuestra época.
El hombre actual pretende hacer él mismo lo que antes le pedía a Dios, convirtiendo a la tecnología y el dinero en sus dioses. El mundo occidental demanda y necesita las drogas y el turismo sexual como el petróleo, y crea o somete países que se lo suministren, sin importar las consecuencias reflejadas en la explotación, marginación y violencia como contrapuesta.
La pobreza no es un destino que alguna providencia justifica como voluntad divina; la pobreza es consecuencia directa de la miseria del corazón humano, ese corazón que finge alegría en las navidades que celebra como «show» del despilfarro y el consumismo y no como de gloria a Dios en las alturas.
La Navidad no es la cena burguesa ni el banquete opulento de pavos y faisanes, caviares, champanes y licores, sino el banquete minúsculo de una copa para el vino compartido y el pan menudeado y equitativo. Pan que es sustento y vino que es alegría y sacrificio por el amor. Ojalá llegue el día en que como David exclamemos ¡quién me dará agua, la del pozo junto a la posada de Belén!
La Navidad verdadera es la que celebra la iglesia de los pobres, despreciada y perseguida, en pobreza y sin poder, en humildad y sin arrogancia, comunitaria, con la convicción de que la utopía de Jesús será realidad de los pobres. Esa es la eucaristía navideña en la que, como dijo Rutilio el Grande, cada uno con su taburete y que para todos llegue la mesa, el mantel y el con qué. Por ello la Iglesia debe vivir la Navidad entre los pobres y la política, pobres que miran a la política con desconfianza, alejada de su propia vida, como cosa sucia y corrupta, aprovechándose cínicamente de lo que les den sin esperar nada.
En Navidad deberíamos preguntarnos ¿por qué el nacimiento de ese niño que sustituyó un Santa Claus significa la buena noticia para los pobres? Jesús no nace solamente como hijo de Dios, sino también como hijo de hombre mortal, su grandeza está en la humildad de un pesebre y en el oprobio de una cruz liberadora de la muerte, nueve meses después del alegrarte («chaire») pronunciado por Gabriel en griego a su madre y no en el hebreo «shalom» (paz). Gabriel también ya había exhortado a la alegría a Zacarías y los pastores son llamados a la alegría colectiva que debemos sentir todos los cristianos, compartiendo con la que llamamos María, pero que para Dios era agraciada («kecharitomene»), que presupone acción divina y a la cual acompaña la frase singular «el Señor está contigo».