Soy salvadoreño de nacimiento, soy hijo de una madre ejemplar y de un gran padre. Además de valores, ellos me inculcaron el amor por mis hermanos, la familia, por las personas en general y por mi país. También soy hijo de la guerra, nací en plena guerra civil. Recuerdo que, cuando era niño, alguna vez transité en una lluvia de balas en una ambulancia junto a mi familia, con un miembro de la Cruz Verde llevando una bandera blanca y sacando la mitad del cuerpo por la ventana. ¡Qué valor el de esa persona!, al arriesgar su vida por personas que no conocía y exponerse por sus hermanos. En la actitud de esa persona veo reflejado el verdadero espíritu salvadoreño: amar, servir e incluso dar la vida por los demás.
Todos los matices de nuestro país son únicos: su geografía, sus volcanes, que son el centro de la energía y de la fuerza de los salvadoreños. Los ríos, los lagos color turquesa, los paisajes al ir por la carretera, las montañas, los pueblos, las calles, las veredas empedradas y su gente, que es la mejor anfitriona del mundo.
Nuestros sonidos, el canto de los gallos al amanecer, el canto de los pericos al anochecer, el claxon de la señora que vende pan francés, el curioso megáfono del camión de verduras, el murmullo de la gente caminando por la ciudad para ir a sus trabajos, las vendedoras en sus puestos «seduciendo» a los potenciales clientes, los niños jugando fútbol con metas de piedras en las tardes, o corriendo para no ser descubiertos después de haber tocado un timbre, la campana del carro de sorbetes; el privilegio de tener el himno más bonito del mundo, aquel que representa nuestro orgullo y que nos llena de lágrimas cuando lo cantamos a todo pulmón en el Cuscatlán o lo escuchamos en cualquier parte del mundo.
Nuestros colores, las plumas de los torogoces, la luz verde de las luciérnagas en medio de la oscuridad, la salida del sol con el volcán Chichontepec y el valle Jiboa de testigos, un espectáculo único; el calor del verano eterno y la lluvia que retoña y enverdece nuestros campos. La arena negra y café en nuestras playas, el cielo azul y blanco, y los dorados atardeceres.
Nuestra gente, la honrada y con valores, la trabajadora, la que se levanta aun de madrugada a ordeñar vacas o a trabajar la tierra, la que sale de su casa y camina para ir a su trabajo.
El olor de nuestro café, uno de los mejores del mundo. Las pupusas cocinándose en cada esquina. Estoy seguro de que la mayoría de los salvadoreños queremos la paz, el desarrollo y el progreso de nuestro país.
Este año celebramos 200 años de independencia. Más allá de lo que existe alrededor de ese término, estoy seguro de que son 200 años de lucha, de sufrimiento, de alegrías, de tristezas, de derrotas, de victorias. Generaciones vienen y van, como un capricho del destino o como un mensaje de esperanza.
Cumplimos 200 años hoy, justo cuando se está marcando un antes y un después en nuestra historia. Orgullosamente soy salvadoreño y por nada del mundo cambiaría eso.
Felicidades a nuestra patria. Felices 200 años. ¡Feliz bicentenario!