En las últimas dos décadas, el mundo ha sido espectador de la acelerada e implacable digitalización de la información y la comunicación, al grado que la convergencia entre los periódicos impresos, la televisión, la radio y las redes sociales fue obligatoria para la supervivencia, permitiendo que coexistan para los diferentes tipos de contenido, es decir, noticias, análisis, opiniones y propaganda.
La urgencia de financiamiento empujó a los propietarios de los medios de comunicación a invadir plataformas ajenas a su labor «per se». Es así como, desde hace buen tiempo, la prensa impresa produce programas de televisión para sus páginas de internet y los canales de televisión producen contenido escrito para sus sitios web. Los teléfonos móviles, las tabletas tipo iPad y hasta gafas se han convertido en los vehículos para informarnos, entretenernos y comunicarnos.
En esta trepidante era de la información, las redes sociales abrieron una forma más rápida de saber y entender lo que pasa al instante, sin importar donde sucede, lo que irremediablemente llevó al suplicio a los medios tradicionales, principalmente a la prensa de papel. Según datos de las mismas agencias de publicidad de El Salvador, los ingresos por circulación y publicidad han caído dramáticamente. En tiempos de bonanza, los dos matutinos de mayor circulación alcanzaban, entre ambos, unos 120,000 ejemplares, hablo en papel.
Los espectadores de televisión, para el caso, han visto que sus programas favoritos están disponibles a la carta y en internet. Los radioyentes pueden escoger entre escuchar su música en emisoras por satélite o en los nuevos servicios individualizados, como Spotify.
Los adictos a las noticias pueden buscar informaciones de una u otra fuente, pedir que Google o Yahoo! las filtren con sus agregados de noticias.
Las repercusiones de estas drásticas transformaciones son catastróficas. Se entiende entonces que los verdaderos periodistas dediquen tiempo a preocuparse por el futuro de su profesión en el mundo. Sin embargo, en El Salvador, muchos «profesionales de la pluma y el micrófono» encontraron la forma más fácil, pero rastrera de subsistir, y por eso rebasan los límites del respeto a los derechos universales que establece que «todas las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos» y que «todo individuo tiene derecho a la honra, la reputación personal y a la vida privada y familiar, que nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia ni de ataques a su honra o a su reputación».
Son principios incluidos en la Declaración Americana de los Derechos y los Deberes del Hombre, la cual fue aprobada por la IX Conferencia Internacional Americana en 1948, y que fue precursora de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en la ONU en el mismo año.
De igual forma, la Declaración Universal establece que todo individuo tiene derecho a la libertad de expresión por cualquier medio. Pero esto no les permite a los «profesionales de la pluma y el micrófono» que a personas por el simple hecho de ser políticos o funcionarios las excluyan de sus derechos fundamentales como la de su honra, reputación, vida privada y familiar. El descalabro en las finanzas de sus medios no les da la patente de hacer lo que les venga en gana.
Es ilógico e incongruente que cuando se habla de libertad de expresión se piense solo en la prensa, como si fuera exclusiva para ella. Hay algunos dueños de medios y periodistas que, amparados por el fuero que les da la prensa, actúan como si tuvieran una patente de corso o legalización a un tipo de piratería o marrullería, y sueltan todo tipo de calumnias, difamaciones, informes con datos falsos, y cuando se les comprueba la maldad, salen en búsqueda de ONG de la misma calaña para tener defensa, en lugar de rectificar o dar derecho de respuesta.
Los salvadoreños estamos en presencia de plumíferos y «microfoneros» carniceros, financiados por personajes oscuros bien identificados, que no les importa nada, que creen que tienen la patente de libertinaje de letras y palabras.
Desgraciadamente, la corrupción en los medios, las «mentas» a los «periodistas» y la urgencia de financiamiento están acabando con lo último del periodismo en nuestro país. Les vale madre que por vender una noticia engañan y luchan por confundir a un pueblo entero y pasan por encima de la reputación de quien sea.
Sin duda, la profesión camina al panteón encabezada por «faroleros y factumeros» que simplemente son aplaudidos por sus compañeros que nacieron peleados con la vida y que se refugian en su secuestrada gremial que busca credibilidad en la paja de los asnos.
Pero, como señalan contundentemente las encuestas de su mismo grupo aliado, la gente no les cree nada.
Eso sí, a algunos afuera aún engañan, porque forman parte del séquito del magnate de la impunidad y la falsedad. Por cierto, gracias a Dios este país tiene un presidente del pueblo que hasta en eso les da libertad de expresión.