Hace un año más o menos, Monse decidió abrir en su casa un pequeño espacio de lectura dirigido a mujeres. En un inicio, estaba pensado para que las mujeres de su familia se acercaran a textos que les pudieran ayudar a comprenderse no solo como integrantes de un mismo género, sino también en su particularidad, pues ella comprendía que ni su madre, ni su hermana, ni su abuela, ni sus primas ni ella pensaban ni se comportaban igual a pesar de sus vínculos sanguíneos. No obstante sus esfuerzos, ninguna se mostraba interesada en participar. Así fue como, después de varias pláticas, decidí, junto con Monse y otras amigas, hacer de esa oportunidad aparentemente fallida una para reunirnos ocasionalmente y charlar sobre nuestros sentires y preocupaciones, más allá de comentar textos escritos por mujeres. De este modo, creamos un grupo bastante sólido.
Esta experiencia, sin duda, ha marcado bastante mi manera de relacionarme con otras mujeres que habían habitado gran parte de su vida las periferias mexicanas, pues la gran mayoría de las integrantes proveníamos de esos lugares. Gracias a este círculo, no solo comprendí que deseaba seguir luchando junto con otras mujeres por nuestros derechos en un país donde hay una cantidad apabullante de delitos sexuales y feminicidios al año; también me hizo replantearme mi noción del «deber ser mujer feminista» desde mi condición periférica, pues me sentía bastante abrumada ante ciertos conceptos que, por mi gremio y el vivir en la capital, se me metían a veces con calzador sin comprenderlos a cabalidad. En ese sentido, debo admitir que, aun con pesares, reflexionar junto con mis amigas me llevó personalmente a comprender por qué muchas mujeres seguían ancladas a ciertos roles y por qué se negaban a asistir a reuniones como aquella.
Recuerdo que en aquel espacio descubrí que muchas transitamos por caminos bastante similares: violencia doméstica en varios niveles, las imposiciones implícitas desde la escuela sobre nuestros futuros, los cuestionamientos continuos sobre nuestros cuerpos y los reproches familiares por juntarnos con hombres. Sin embargo, también regresé a mis raíces: a nuestras madres y abuelas que, sin saberlo, eran feministas con sus pocos recursos personales. Como bien señalan María Sánchez, Edurne Portela y Pilar Adón en «Tsunami», ellas solo eran «las hijas de, las esposas de, las madres de» y se reducían a aquellos espacios meramente femeninos, por lo que desarrollaron tácticas sutiles de resistencia ante la negativa social impuesta de ser egoístas. Algunas de ellas buscaron espacios propios para encontrarse con otras mujeres o autoexplorarse en libertad. Sin embargo, a otras les eran negados por los hombres que las rodeaban o por las propias obligaciones socioculturales del «deber ser mujer».
Así, en ese pequeño espacio, me encontré con que ciertos feminismos —como dice María Sánchez— se han olvidado de contar (y de reencontrarse en) las historias de esas mujeres ensombrecidas en rincones tabú de su casa o su comunidad. Asimismo, comprendí que el «deber ser feminista radical» puede eclipsarlas aún más, pues niega otras formas de llevar a cabo esa labor porque no encajan en cierto molde, ya que son (o desean ser) madres o esposas. En ese sentido, esos espacios de reflexión son tan necesarios para nuestra generación, rodeada de conceptos poco claros o tajantes.