«Dio su último suspiro», dicen cuando anuncian la muerte de alguien; «extremum gemitum», dice el cura, para suavizar el impacto en los dolientes. Cuando se trata de un partido político no se usa la frase «último suspiro», sino que se dice que ya tuvo «su último voto» («ultimum suffragium»), o sea que ya no tendrá otro, porque nadie vota por un muerto.
El 4 de febrero, gritan las encuestas con vehemencia, el presidente Nayib Bukele será el gestor de una tercera votación masiva a favor de la reinvención del país, lo que será trascendental para convertir al Estado en un sujeto social, y para que «lo público sea mejor que lo privado», frase que resume la utopía social por la que tanta sangre se derramó en el mar de lágrimas del pueblo.
Por ello, una tercera rebelión electoral (la tercera es la vencida, para los vencidos tres veces) es necesaria en la coyuntura de transición que exige ponerles punto final a los partidos de la traición y sus aliados, y que el peso y contrapeso político —factores de la gobernabilidad democrática— radiquen en la ciudadanía, no en aquellos. Y es que los autores materiales de las rebeliones electorales son los ciudadanos, quienes hoy tienen tres retos: realizar las elecciones con la mayor participación de la historia, darle el triunfo a Nayib con el mayor porcentaje posible y darle otra Asamblea Legislativa con mayoría calificada. Siendo así, el dilema del 4 de febrero de 2024 (año en el que 70 países tendrán elecciones —un 50 % de la población mundial acudiendo a las urnas—, entre ellos Estados Unidos, Rusia, México, Panamá, Uruguay, la República Dominicana y Venezuela) radica en darle continuidad al proyecto político-social liderado por Nayib, o volver al pasado dándole a la oposición los diputados suficientes para impedir la mayoría calificada de Nuevas Ideas.
La cuestión política del 4 de febrero no será la reelección (hecho consumado que solo puede concretarlo el votante), sino que será un plebiscito sobre la reinvención del país, plebiscito que, del lado de la oposición, será una revocatoria de su existencia por aclamación e indignación popular. Sociológicamente, los conceptos que están en juego tienen que ver con: la nueva epistemología de la revolución social, en tanto solución radical del conflicto existencial; la hegemonía, como acto territorial; y la sociedad de bienestar, que va más allá del Estado benefactor, lo que se enmarca en lo que llamo «reinvencionismo», pues, al poner lo público como lo estratégico e ineludible, se separa del «progresismo», que ha tenido más fracasos que éxitos y más desilusiones que ilusiones utopistas. Lo anterior se plasma como la lucha entre los muchos contra los pocos, lo cual plantea el reto de no defraudar a esos muchos, ya que, al tener una aprobación casi unánime, la decepción sería una tragedia igual de unánime, y la respuesta a la misma sería una sublevación lapidaria que, metafóricamente, «quemaría vivos» a quienes traicionen al pueblo.
Siendo así, lo único que debe hacer Nayib Bukele para seguir siendo la singularidad sociológica de la motivación social y para evadir, ileso, esa hoguera —que sería más grande que la que calcinó a la oposición— es mantener los pies en la tierra y la imaginación en el cielo, como hasta hoy; respetar, consultar y oír al pueblo en todo momento, porque este será su peso y contrapeso, cual sano equilibrio del poder; y resolver, en su segunda gestión, el que hoy es el problema principal y urgente: lo económico (desempleo, salario digno, pensión digna) como base para combatir la desigualdad social y, con ello, consolidar la cultura político-democrática que cuida las urnas, el bolsillo, la comida, lo público en todo nivel y el medioambiente.
El 4 de febrero, la oposición tendrá su último voto («ultimum suffragium»), pero no tendrá derecho a «su último deseo». «A la tercera es la vencida» en la rebelión electoral de los muchos contra los pocos liderada por Nayib Bukele.