Como un colorido racimo de siete crisantemos, así han adornado la vida de Marina sus siete hijos cada día.
Ella es una supermamá. Por todos los lados de su historia no hay uno en el que ella no pueda ser vista como ejemplo y digna de ser llamada madre con todas sus letras. Nunca pensó en tener pocos o muchos hijos, tampoco imaginó los retos que vendrían al ver crecer su familia.
Cuando tenía 23 años fue mamá por primera vez. Kevin Alexander la estrenó en ese enorme mundo llamado maternidad. Ella ya trabajaba, desde muy joven se vino de Sonsonate a la capital. Las circunstancias de la vida la hicieron quedar huérfana de madre cuando solo tenía 10 años, por eso solo llegó a cursar la mitad del segundo grado y al llegar a la capital comenzó el trabajo en casas.
Luego llegó a vender al centro, su mamá también vendía. Por las calles y avenidas, vendió de todo: frutas, verduras, productos de temporada y ahora, frescos de Jamaica, horchata de coco y cuanto sabor sea de la preferencia del cliente.
Marina siguió llenándose de crisantemos, sus hijos. Y al hablar de ellos no puede evitar las lágrimas, no solo por lo difícil que ha sido criarlos prácticamente sola, sino por el amor que ellos le muestran. Para ella todos son cariñosos, especiales, llenos de color.
En 1998 llegó el segundo varón, en el 2000 tuvo a su primera niña. Los siguientes llegaron el 2003, 2005, 2006 y la última en 2010. «Ellos siempre han estado conmigo. No los dejaba en la casa ni aquí (en el centro), siempre andaba los siete aquí (señala su cuerpo). Uno en la espalda otro en la enagua de la falda por atrás, otro adelante», cuenta entre risas recordando aquellos días cuando eran chiquitines.
Mientras repasa cada nacimiento, en la parte de atrás de una casa en el centro de San Salvador, Marina embolsa frescos. Ha preparado horchata de coco con canela para darle un toque especial. Entre la agitación de la bebida con hielo en los bidones, recuerda el duro camino de verse sola alimentando a siete bocas y la suya.
Recuerda sin llorar, pero con pesar haber compartido 18 años con el papá de sus hijos. Él era alcohólico y eso acabó con su vida. La enfermedad o quién sabe qué (ella no encuentra explicación), hizo que solo las dos hijas menores llevaran el apellido de papá.
«Siempre decía que él los iba a ir a asentar y nunca lo hacía. Con las últimas dos le dije que si no las iba a asentar las regalaba, pero yo nunca lo iba a hacer, era solo para ver qué hacía y lo hizo», recuerda.
Por eso, cinco de los siete son apellido Zúniga y las dos menores Gómez. Sin importar el número o los apellidos, para ella hay una verdad irrefutable y es que no se arrepiente de ninguno, se enorgullece de ellos desde lo menos a lo más, desde lo más sencillo hasta lo más importante.
«Yo me siento feliz de que todos estén vivos. Hay tantas mamás que han perdido un hijo, pero yo no. Todos están vivos», celebra.
Los siete han pasado por la escuela, primaria, secundaria y los mayores ya cursaron la universidad. Juan Carlos, el segundo, es graduado de Ingeniería Industrial, y Stefany, la tercera y la mayor de las mujeres, está por terminar la licenciatura en Administración de Empresas.
El sueño de Kevin, el mayor, es estudiar medicina. Él ya trabaja, pero no abandona ese sueño que por el dinero no ha podido cumplir. Juan Carlos y Stefany sacaron una casa entre ambos. El resto se dedica a trabajar y siguen estudiando el bachillerato o la secundaria. Los menores siempre ayudan a mamá con la venta.
«Lo principal que siempre he pensado es que esta generación ya no tiene que ser como cuando yo era adolescente. Ellos tienen que superarse más que los padres. Yo siempre me enfoqué en eso. No me hubiera gustado verlos jalando la carreta como yo, porque es duro, es bien difícil. Siempre les dije “tienen que estudiar, no tienen que casarse, ni tener novia ni novio”», comenta.
Marina ahora tiene 49 años. Su tez morena es prueba del trabajo arduo de sol a sol, recorriendo las calles del centro con su venta. Ahora embolsa los frescos desde su negocio y se dedica a repartirlos a pedido de los clientes que ya la conocen.
Es tímida, como ella dice «si me hablan, hablo, sino soy apartada». Pero hay dos preguntas con las que Marina aparta la timidez y es cuando debe responder qué ha sido lo más difícil y qué es lo más bonito de ser mamá.
Ambas respuestas la llevan a las lágrimas. En sus palabras y en su rostro se combinan la dicha, el orgullo, tanto como el sacrificio y la lucha de ser la mamá de siete personas que a fuerza de carácter está convirtiendo en mejores personas que ella.
«Lo más difícil de ser mamá… es todo. Más cuando uno no tiene quién le ayude económicamente, pero uno cuando quiere a sus hijos los saca adelante», dice.
Y, ¿qué es lo bonito de ser mamá? Antes de responder guarda silencio, se le vuelven a llenar los ojos de agua, pide disculpas por quebrarse, y responde: «Es bonito cuando ellos logran sus propósitos, no sé cómo explicarle, me alegra mucho. El año pasado fue la graduación de mi hijo y me sentí muy orgullosa, feliz y así espero de los demás», termina la frase entre risas cómplices porque sabe que la vara ya está alta y seguirá incentivando a los demás para que la superen.
La tarea está lista con los mayores, pero aún quedan los más jóvenes. Para todos desea lo mejor y lo más próspero. Para ella solo desea poder verlo y que no la olviden.
«Yo tengo ese privilegio de que ellos me viene a ver. Los mayores pasan siempre a verme, yo no espero dinero, sino eso… que no me olviden».