DeCartas
Carta de despedida a un amigo.
Por María José Saavedra
Se acercaban los dos años de fallecimiento de su madre. Con respeto y religiosidad, amaneció dispuesto a ir a pagar por la misa de aniversario luctuoso y hacer otros mandados en el centro.
La noche anterior, estuvo hablando en la mesa, con uno de sus amigos más entrañables, que si habría de morir la mejor causa para hacerlo sería el amor, bromearon sobre el tipo de amor, rieron y la noche terminó.
Con paso ligero, como su cuerpo moreno, se fue a casa, con su gorra que abrigaba su cabeza calva del centro, rodeada de un faldón de canas, e hizo lo mismo que cada noche después que mamá partió: se atavió para dormir, apagó las luces de la casa, unió sus manos, hizo una oración y se dejó vencer por el sueño.
La misión de este viernes por la mañana ya estaba planeada. Se puso sus zapatos cafés, una camiseta, un pantalón de vestir con un par de paletones, la gorra que siempre hacía juego con la camiseta y las llaves agarradas a la pretina. Antes de salir, contó el dinero para la misa y todas las vueltas que iba a dar. Se puso los lentes fotogrey y, con su paso ligero y contoneado, movió su pequeño, pero seguro cuerpo hasta la parada, tomó un microbús de la 33, pagó la «cora» y se sentó tomado del asiento.
El trayecto era corto, el mismo que siguió durante años saliendo de vez en cuando, un fin de semana sí y otro no para despabilarse, siempre y cuando consiguiera quien cuidara a mamá. La salida era corta: un café, un recorrido por las calles del centro, otras veces viendo las vitrinas de Metrocentro, pero siempre con su amiga de toda la vida, María Delia.
Hoy el trayecto tenía un objetivo: pagar la misa anual de mamá, la querida y recordada Niña Minga, quien partió hacia un lugar mejor, justamente, hace dos años.
Subió al microbús medio destartalado, se tomó del asiento y se tambaleó sorteando una competencia entre conductores. Llegó a su destino. Bajó del microbús y caminó hacia la Basílica Sagrado Corazón de Jesús.
Tantas veces estuvo allí, tantas que era feligrés consagrado, lo conocían y lo querían. Entró como si hacia el mismo cielo se dirigía, vio los marcos preciosos de la iglesia, recordó porqué le gustaba tanto a él y a mamá, recordó la primera misa de aniversario de ella y la promesa de celebrársela cada año sin falta.
Entró a este salón de palacio celestial depositado en un espacio atemporal de San Salvador, con sus muros eternos y ceremoniosos, caminó por las bancas en las que estuvo tantas veces sentado pidiendo por sus angustias y agradeciendo sus alegrías, porque si hay algo que emanaba de su piel morena era la gratitud y la bondad.
En sus manos pequeñas y cafés siempre había algo para compartir, jamás hubo austeridad, pero aquello nunca brotó del dinero, su abundancia era del corazón, del espíritu.
Caminó y admiró ese templo que le abrazó y al que consideraba suyo, era su casa de encuentro con Dios, con su fe y con la memoria de mamá.
Su corazón estaba feliz y triste a la vez, latía dichoso por honrar la memoria de mamá, pero con un enorme vacío por su ausencia.
La misión de esa mañana era pagar la misa de aniversario de ella, que también partió en septiembre.
En un momento breve, sus manos abundantes de gratitud y bondad estaban abiertas, pero está vez ya no estaban para dar, hoy se abrían para recibir.
En la noche anterior, estuvo platicando que no había empresa más maravillosa para morir que el amor.
En medio de ese palacio celestial anacrónico, los cielos se abrieron y una enorme línea de luz buscó sus manos dispuestas y su abundante corazón.
Entonces, este viernes gris y lluvioso dejó salir luz entre las nubes apretadas y como cualquier historia de su vida, de los miles de anécdotas que en 73 años se pueden acumular, sin nada de sencillez, pero con mucha poesía, su corazón estalló de amor y gratitud y dejó de latir. Su cuerpo pequeño, delgado y moreno se desplomó.
La Basílica lo despidió, y como si él mismo contara su adiós, “se entregó en las manos de Dios” y se ofrendó en una muerte terrenal. Como solo los santos de su clase mueren: dignos, plenos y con mucha poesía.
Mamá tendrá una misa, pero esta vez estará acompañada: Juan Miguel ya está con ella.