Desde hace tiempo, con este mismo titular y en diferentes épocas y medios de comunicación social (MCS), he comentado la lamentable realidad de nuestra literatura, como un reclamo en memoria de tantos grandes escritores ya fallecidos y con reconocimiento a quienes todavía seguimos en la tarea creativa, a pesar de lo ingrato del medio.
La tradición literaria de El Salvador ha sido fecunda. Su historia, a partir del siglo XX, registra significativas cifras de poetas, escritores, periodistas, ensayistas, dramaturgos…, quienes con su obra han hecho trascender nuestra cultura, ya reconocida casi mundialmente.
Para evitar injustas omisiones, es preferible omitir nombres, pero ahí está su obra un tanto ignorada y, en la mayoría de los casos, viviendo su eternidad de olvido en las estanterías de las librerías nacionales (para decir solo unos cuantos: Francisco Gavidia, Claudia Lars, Salarrué, Pedro Geoffroy Rivas, Roque Dalton y tantos y tantos de antiguas y actuales generaciones).
También es imperativo mencionar el trabajo colectivo —durante décadas— de tantos movimientos o grupos literarios, lamentando siempre las involuntarias omisiones: Grupo Seis, Grupo Octubre, Círculo Universitario Oswaldo Escobar Velado, la Generación Comprometida, Los Cinco, Piedra y Siglo, La Cebolla Púrpura, la Asociación de Escritores Salvadoreños (AES), La Casa de Zacate, Comunidad de Escritores Salvadoreños (CES), Los Cinco Negritos, Vuelta de Hoja, Taller Francisco Díaz, La Quincena y una larga lista.
Desde mi niñez/adolescencia he sido asiduo lector. Me atraía —atrae— la buena literatura nacional, de las distintas épocas y géneros. Más bien, hasta competíamos en familia y entre escolares por una buena lectura. La cuestión era leer, leer con fruición y de manera sostenida. Libros y autores nacionales de calidad eran también favoritos, no solo para adquirir conocimientos, sino también para deleite del espíritu. Una bella manera de existir. Ahora, aquella grandeza de leer que significaba acercamiento a otros mundos —con apreciables excepciones— ya no es tal.
También era importante el periodismo literario que contribuía al desarrollo sociocultural del país. Durante muchos años leímos con fruición las páginas literarias de los principales periódicos: Filosofía, Arte y Letras de «El Diario de Hoy»; Revista Dominical de «La Prensa Gráfica» y Sábados de «Diario Latino», coordinadas por prestigiosos escritores, como Luis Mejía Vides, José Enrique Silva, Juan Felipe Toruño, Quino Caso, Serafín Quiteño, Ricardo Trigueros de León…
Pero aquellas páginas fueron suprimidas, sin duda porque la literatura no les era —es— rentable. Hoy, los espacios son acaso remedo de aquellas páginas, por no dejar de poner algo que parezca cultural. Delito de lesa cultura.
Para el escritor hay esfuerzo, sacrificios, desvelos que pocos conocen y comprenden, pero también, a cambio, mucha satisfacción. Con ligeras excepciones, los libros salvadoreños publicados por las más recientes generaciones, y que aparecen en los rincones menos visibles de algunas librerías, son creatividad, esfuerzo editorial y promoción de sus propios autores.
Publicar un libro es una quijotada. Autopublicar es desgaste integral. El dicho popular «repicar, oficiar la misa y pasar la balanza», para significar que alguien realiza todas las actividades (proceso) de un proyecto, parece ser una constante que define la labor del escritor salvadoreño, quien —salvo mínimas excepciones— para dar a conocer su obra la crea, se autopublica y se va por el mundo, casa por casa, de amigo en amigo, para poder promoverla y resarcir un poco la inversión que hizo en la imprenta.
Y si —por esos milagros, en este caso inexistentes— el escritor lograra recuperar el total de lo desembolsado, ¿quién le reconocerá la creatividad, el talento, los servicios, la redacción a veces de años y, lo más grave, el esfuerzo personal para la divulgación y promoción de su libro?
Publicar un buen libro es un trabajo de especial importancia para el país; por lo tanto, siendo ese aporte muy significativo, recibir respaldo oficial no es simple necesidad, sino innegable derecho.
Todo lo anterior es tan solo una parte de las grandezas y miserias de la literatura y de los escritores salvadoreños en su patriótico afán de promover la cultura, alimento espiritual de los pueblos.