Oligarquía significa, etimológicamente, «el poder en manos de pocos». Nada más y nada menos.
En consecuencia, la creación de oligarquías es inevitable, ya que es un producto natural de la organización. «Quien dice organización, dice oligarquía», concluye Robert Michels en su ley de hierro de la oligarquía, que en su corolario dice: «La organización es la que da origen al dominio de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegadores. Quien dice organización, dice oligarquía».
Entendiendo el poder como la conjugación de la influencia, la autoridad y la fuerza, y además sabiendo que es natural que en una sociedad estatizada el poder se ejerza por pocos, de hecho, la democracia representativa se fundamenta en la oligarquía de los representantes electos; entonces, ¿por qué tenemos tanto problema con el término al punto de condicionar a su entendimiento nuestra relación con el poder?
Es evidente que en nuestro subconsciente colectivo existe una oligarcofobia marcada por una leyenda negra local que se fundamenta en profundos prejuicios y mutuos desprecios.
Nuestro país, como todos los países hispanoamericanos, se fundó sobre un mito social anclado en distingos de casta coloniales que se perpetúan hasta el presente, aunque cambien las maneras de expresión, el prejuicio contra «el otro» permanece.
Consideremos en este punto que las ideologías políticas, en general, y la izquierda latinoamericana de corte marxistoide, en particular, en cualesquiera de sus vertientes y secuelas, conforman en su estructura doctrinal todos los elementos de una religión, de la religión judeocristiana para ser precisos: textos sagrados, tierra prometida, salvación final, profetas y mártires, por supuesto, también herejes. Y por esto, por ser una «fe», es que persisten a pesar de cualquier choque con la realidad y resiste en la mente de sus fieles más recalcitrantes cualquier intento de confrontación racional, lo cual es en esencia el germen y la semilla de los prejuicios.
Es fácil figurarnos, cuando hablamos de prejuicios, el desprecio del supuesto superior contra el supuesto inferior; sin embargo, en el caso de la oligarcofobia hablamos de un prejuicio que no va de alguien poderoso contra alguien más débil, sino al revés. El débil atribuye al oligarca siempre, o casi siempre, todos los vicios, y es imposible reconocerle virtudes; incluso su posición, que supone un éxito, es producto de la casualidad genealógica, de la explotación o de la astucia para escalar posiciones en una organización o un partido político, por ejemplo. Puesto que no puede despreciarse por sus posibilidades materiales, el prejuicio debe disminuir sus características morales. Se le atribuyen vicios concretos: incultura, ignorancia, prepotencia, orgullo, deseo de riqueza desmedido, depravación sexual, alcoholismo, etcétera. Es decir, podrán ejercer el poder, pero no son mejores porque son inferiores moralmente.
Incluso aquel individuo, parte de cualquier estructura que ejerce poder, que intente despojarse del aura que desprende el ser parte de algún tipo de oligarquía, sentirá siempre que no encaja del todo con «los otros», porque para estos otros —a menos que lleguen a conocerlo verdaderamente, lo cual no suele pasar— los oligarcas o bien son falsos humildes o son la soberbia encarnada; no importa lo que hagan, las castas oligárquicas generan una leyenda negra no por lo que hacen, sino por el hecho de ser oligarquía, por eso comparten características comunes los prejuicios hacia todas las oligarquías, sean de nacimiento, empresariales o políticas.
Todo esto, el prejuicio, se defiende a través de la «inmunidad intelectual». La academia, los intelectuales, principalmente de izquierda, suelen alimentar estas leyendas negras con sendos textos y análisis de manera que estas aseveraciones o premisas ya no se interpreten como prejuicios, sino como una opinión fundamentada; y se hace así a pesar de que estos mismos analistas y académicos estén conscientes de que en ciencias sociales la generalización no puede alcanzar nunca el rigor de verdad científica. Lo saben, y también saben que generalizar sirve ideológicamente; y la creación de un enemigo ideológico es capaz de mover la opinión y la acción pública, es decir, el prejuicio es útil.
Y hay que convertirlo a través del mecanismo descrito: divulgación de opiniones que lo doten de la pretendida «inmunidad intelectual», en una especie de brújula moral que justifique la pretensión de cambio de orden, de régimen, que justifique la oposición o en casos extremos incluso la violencia y la guerra.
Como toda fobia, la oligarcofobia es un rechazo desproporcionado fundamentado en prejuicios, imaginación y exageración. Ninguna oligarquía es el demonio ni se ha robado el paraíso original. Es una realidad natural de la organización en el caso de las estructuras que articulan el ejercicio del poder en cualquier sociedad. Lo fundamental es que —como se anotó al principio— la democracia representativa, que se suele defender con uñas y dientes, implica en su definición la creación de estas estructuras oligárquicas partidarias, entonces, ya sea por costumbre o ignorancia (quizás por ambas) consideramos que la sustitución de la oligarquía partidaria de mi preferencia por otra que me es adversa en mi dogma tiene que ser necesariamente mala. Nuevamente este es un fenómeno arraigado en la simpleza de hablar de lo incidental sin profundizar en entender lo estructural, cuando es evidente que uno es reflejo de lo otro. Más allá de la estulticia que esto implica, ¿se deberá esto acaso a que no nos ocupamos en entender conceptos y que en consecuencia pervertimos significados vaciando las palabras de su verdadera esencia?
Es común que así sea, porque es cómodo adecuar el significado de la realidad a nuestras interpretaciones y prejuicios en lugar de forzarnos y esforzarnos en dotarnos de herramientas que nos permitan clarificar nuestro entendimiento de la realidad y entonces actuar en consecuencia.
En conclusión, debemos entender que el enorme peso de los prejuicios que nos condicionan no se basa en estar fundamentados en argumentos que consideremos razonables; eso es solo un mecanismo. El prejuicio precede a sus argumentos y justificaciones, de hecho, los busca, crea y adecua con la única finalidad de perpetuarse.