Si el principio más básico de la democracia es el que establece que la minoría debe acatar las decisiones de la mayoría, ¿por qué en nuestro país una minoría, con tenaz vocación microscópica, a la vez que reclama como suyos los valores democráticos, pugna por imponer sus propios intereses a la inmensa mayoría?
Y ¿por qué si esa contradicción es tan evidente, algunos importantes factores de la comunidad internacional, alegando precisamente la defensa de la democracia, se han puesto del lado de esa minoría local?
Puede haber varias explicaciones en las que se combinen los claros imperativos geopolíticos con los mal disimulados intereses meramente comerciales, o de modo más general también se puede asumir como explicación la ya mil veces denunciada y comprobable decadencia de Occidente.
En este último caso, estaríamos hablando del pavor central ante la emergencia de nuevos y muy distintos polos de poder en la periferia mundial.
Pero puede haber otra explicación complementaria relacionada con un persistente malentendido en las dos fundaciones históricas de la democracia: la primera en el siglo V a. C. de los griegos, y la segunda en el famoso Siglo de las Luces, de Europa y Estados Unidos. Se trata de dos pequeños detalles que suelen olvidarse o más bien ocultarse con demasiada frecuencia.
En la democracia ateniense solo contaba el voto de quienes tenían la condición de ciudadanos; que venían a ser solo el 12 % de toda la población, ya que las mujeres y los esclavos, que constituían el 82 %, estaban excluidos de la vida política.
En el origen de la democracia del proyecto ilustrado de los europeos y sus descendientes estadounidenses, solo tenían derecho al voto los varones blancos, anglosajones y protestantes. Las mujeres, los indios y los negros estaban excluidos.
No se puede negar la grandeza del avance político que supuso tanto la democracia griega como la democracia ilustrada de los padres fundadores, pero tampoco se puede negar el mezquino error que manchó y que, de algún modo, sigue manchando la visión que naturaliza una presunta superioridad de una raza sobre las otras y del centro sobre la periferia.
Esa infundada concepción jerárquica es lo que llevó a los demócratas occidentales a la legitimación de los horrores imperialistas y colonialistas: «Más allá de mis fronteras todo el mundo es mi patio trasero».
El conflicto entre las minorías poderosas y las grandes mayorías sometidas y desposeídas no es una pugna entre derecha e izquierda, nunca lo fue en realidad; es más bien una oposición entre lo justo y lo injusto, lo digno y lo indigno.
Una cosa es un patio trasero y otra cosa muy distinta es un pueblo libre, independiente y soberano. Los demócratas occidentales que no entiendan la diferencia continuarán en plena decadencia hasta su declinación final.
Por nuestra parte, la inmensa mayoría de salvadoreños hemos elegido un camino de dignidad que en ningún caso tolera el sometimiento ante las minorías locales o extranjeras por muy poderosas que sean. Y vuelvo a insistir: este camino es irrenunciable.