El derrumbe de la URSS y del bloque comunista internacional dejó sin piso y sin programa ni horizonte estratégico a la izquierda radical. La batalla entre la insurgencia y la contrainsurgencia comenzaba a remitir.
Los militares latinoamericanos habían empezado a salir de las casas presidenciales a mediados de la década de los ochenta. La derecha latinoamericana comenzó a despojarse de su rostro represivo, abriendo paso a un incipiente y muy cómodo proceso democrático.
De la mano de los muchachos del Departamento de Economía de la Universidad de Chicago, adeptos a las ideas neoliberales de Friedrich Hayek, la derecha latinoamericana emprendía un camino «modernizador»: menos Estado y más mercado.
El neoliberalismo se consolidó en 1989, cuando los organismos financieros internacionales alcanzaron el llamado Consenso de Washington, un acuerdo para impulsar el desarrollo económico. Las políticas neoliberales fueron impuestas en Latinoamérica. Se decía entonces que fomentando la riqueza en el vértice de la pirámide social, esta se derramaría hacia abajo.
A lo largo de los años noventa, los Gobiernos latinoamericanos, prácticamente todos de derecha, privatizaron las empresas públicas, desregularon la economía, dejándola al arbitrio de la famosa mano oculta del mercado, despidieron grandes cantidades de trabajadores y redujeron al mínimo la inversión social.
Pero al mismo tiempo le cumplieron con creces a los grandes inversionistas y honraron el compromiso contraído con los organismos financieros internacionales, pagando religiosamente los intereses de una exorbitante deuda externa.
Los ricos se hicieron más ricos, la clase media pasó a la pobreza y los pobres a la indigencia; las economías nacionales entraron en recesión e informalización y la deuda externa creció aún más.
En medio de una generalizada sospecha de corrupción, prácticamente todos los presidentes que dirigieron ese proyecto fueron procesados y muchos terminaron en prisión.
En consecuencia, entre las postrimerías del siglo XX y los albores del siglo XXI, los latinoamericanos comenzaron a votar por la izquierda.
En un análisis titulado «Inteligencia, paciencia y mucho diálogo», publicado en mayo de 2014, Joaquín Villalobos hace una serie de consideraciones sobre el tema: «Latinoamérica logró algunos progresos democráticos, pero con pocos resultados para los pobres. Continuó siendo la región más desigual del planeta. El consenso de Washington adelgazó a los Estados y volvió obesos a pequeños grupos del sector privado.
»Fue una liberalización a medias que le dio continuidad al modelo extractivo y no a un capitalismo de amplia base empresarial. La democracia elevó la demanda social, pero las políticas económicas empobrecieron la oferta social y de seguridad del Estado.
»Toda transición necesita un Estado fuerte; reducirlo en condiciones de transición es un contrasentido. Países con ausencia o déficit severo de Estado tomaron dogmáticamente la idea de los organismos financieros».
El experimento neoliberal de la derecha había fracasado estrepitosamente, y con ello dio paso a otro experimento igualmente desastroso. El socialismo del siglo XXI, cuyos ejemplos más degradados, y ya en calidad de rezago, son Venezuela y Nicaragua.
Así, al final y a pesar de sus estériles pero sanguinarias veleidades, la izquierda y la derecha terminaron siendo las dos caras de una misma moneda. Eso fue lo que entendimos los salvadoreños, y por eso decidimos enviar de una vez y para siempre a ARENA-FMLN a la esquina de la irrelevancia.