En 1998, Robert Green escribió su primer libro, titulado «The 48 Laws of Power», en el que expone un pensamiento fulminante: «No debemos revelar nunca el objetivo detrás de nuestras acciones para mantener a la gente desconcertada y desinformada… Hay que llevarlos lo bastante lejos por el camino equivocado, envolverlos en humo, y para cuando se den cuenta de lo que proponemos será demasiado tarde». Lo escrito por Green parece la fórmula calcada de lo que sucedió con El Salvador en enero de 1992, cuando fueron estampadas firmas para dar fin a un conflicto bélico teniendo como testigo el Castillo de Chapultepec.
Luego de más de 12 años de cruenta guerra civil provocada por dos ideologías antagonistas, a los salvadoreños se les vendió el proyecto denominado «acuerdos de paz», para provocarles esperanza de que por fin «vivirían en seguridad y tranquilidad». Veamos qué sucedió. Efectivamente, la guerrilla dejó de agredir.
Dejó los tatús y las «casas de cartón» y penetró las ciudades. Sin embargo, no hubo un plan posguerra ni de atención psicológica para sus combatientes. ¿Por qué? Porque los «acuerdos» simplemente envolvieron en un entorno diferente y de lujo a los cabecillas guerrilleros y al poder fáctico y sus lacayos. Para el pueblo salvadoreño jamás se diseñó un plan de paz, seguridad y desarrollo económico y social; ni para los combatientes de ambos grupos hubo uno de reinserción. Mantener la «celebración de acuerdos de paz» durante décadas fue simplemente prolongar uno de los más grandes engaños de la historia salvadoreña.
El conflicto armado fue finalizado porque ya no habría más financiamiento de los países que mantenían a ambos grupos, por lo que ambas cúpulas diseñaron un sistema a la medida que les permitiría vivir a manos llenas, sin tener que pagar por sus crímenes, unos gobernando y otros siendo una «oposición falsa». Y así fue desde 1992 hasta mayo de 2019.
La alternancia más farsante en el mundo. ¿Qué sucedió con el pueblo después de la firma de esos acuerdos? Entre 1994 y 1997 hubo 29,015 asesinatos de trabajadores, mujeres, jóvenes, niños. Entre 2009 y 2016 hubo 33,700 homicidios. El 2015 fue el año más violento, con un promedio diario de 18 asesinados por día.
El país fue calificado como el más peligroso en el mundo. Hace 12 años, un microbús de la ruta 47 con pasajeros en su interior fue quemado por pandilleros en la colonia Jardín, de Mejicanos. Diecisiete personas murieron calcinadas y 15 más resultaron lesionadas. En agosto de 2015, pandillas asesinaron a cinco futbolistas en una cancha de la colonia Santa Margarita, en Ciudad Delgado. En marzo de 2016, ocho trabajadores de una empresa de energía y tres agricultores fueron masacrados por pandilleros en San Juan Opico.
De premio, los gobiernos de ARENA y del FMLN protegieron a los criminales, los financiaron y les permitieron seguir asesinando y extorsionando a las familias salvadoreñas. La tregua de Mauricio Funes dio el tiro de gracia al país. El punto de inflexión se volvió casi inalcanzable. ¿Eso es lo que celebran areneros, rojos y la pacotilla de arribistas y políticos fósiles? Necios, cínicos. El pueblo ya tiene claro lo que realmente hicieron el 16 de enero de 1992.
Por eso sus marchas son pírricas, dignas de mofa. Por eso exigen que sea desmantelado el Plan Control Territorial. Por eso se mantienen en pie de lucha contra el régimen de excepción y denominan «inocentes» a los que por años han quitado la vida a los salvadoreños. El pueblo sabe muy bien que por décadas la verdad estuvo en la clandestinidad, que todo fue una farsa sostenida por poderes económicos y sus medios de prensa.
Bien ha hecho el presidente Nayib Bukele en declarar el 16 de enero como una fecha en conmemoración nacional de las víctimas del conflicto armado. Ahora sí podemos decir que El Salvador vive una nueva historia, la que escribe el propio pueblo salvadoreño, que no está dispuesto a volver al pasado de oscuridad.