«Al ver gente que gritaba, lloraba y nos decían: “ayúdennos, ¿qué vamos a hacer”?», fueron las palabras de Alexander Bonillas, un socorrista que desde 1979 forma parte de Cruz Verde Salvadoreña, al describir los momentos de angustia que miles de familias vivieron durante el terremoto del 10 de octubre de 1986.
Bonilla recuerda que esa mañana visitaba a unas amigas del Hospital de Maternidad cuando sintió que todo comenzó a moverse, temblaba fuerte y lo primero que hizo fue evacuar personas, después se fue al edificio Rubén Darío donde encontró a Luis Guillermo Solano «Piocha», otro veterano de la institución [fallecido en noviembre de 2018] que documentaba con su cámara la tragedia en la capital.
«Sacamos a la gente que estaba a la orilla, la que estaba con vida y sin vida. En la Papelera [Edificio ubicado cerca del Mercado Central, frente al antiguo cine París] había niños de kínder y lustrabotas, unos quedaron atrapados», recordó.
En su trayectoria como socorrista Bonilla había ganado experiencia para evacuar víctimas en desastres por huracanes, pero en terremotos su experiencia era nueva.
El veterano rescatista describe lo que le tocó presenciar en esa ocasión. «La gente salía en pedazos, aplastada, quebrada. Las ambulancias comenzaron a llevar a los heridos a los hospitales, pero estos estaban llenos de tanta gente que llegaba de distintos lugares donde las casas se les cayeron encima», explicó.
Su reacción de querer ayudar a las demás personas hizo que por unos instantes se olvidara de todo, incluso de las personas más queridas por él.
«Hasta después de una hora ayudado piensas en tu familia ¿dónde están?, ¿qué están haciendo?, ¿les ha pasado algo?», reflexiona. Pero al enterarse que sus parientes estaban bien decidió sacar la clínica de la institución a la calle, pues la demanda de lesionados por el terremoto aumentó.
«En la calle los atendíamos, cosía las heridas de las personas, no quedaba oportunidad de esterilizar equipo, uno cosía, limpiaba y el que sigue. Había cola de heridos. Tuvimos que cerrar la calle para atenderlos», aseguró.
Una de esas emergencias que atendió, justo en la vía pública, fue el parto de una señora que provenía de Olocuilta, La Paz. Bonilla cuenta que la mujer era trasladada en camas de «pita», como comúnmente se trasladan los pacientes en zonas rurales.
Después de varios minutos, la vida se abrió paso en los gritos de un niño que lloraba fuerte, sus gritos de vida contrastaron con la mortandad dejada por el terremoto. Por unos instantes la tensión bajó entre los socorristas que asistieron el parto, fueron instantes de felicidad.
«Fue un varón, hasta nos orinó cuando asistimos el parto. Después que atendimos a la madre la llevamos al hospital», recuerda el socorrista. Afortunadamente ciudadanos altruistas con la institución habían donado un lote de medicamentos, esto permitió cubrir la demanda de atención para los lesionados.
DE NUEVO AL EPICENTRO
Después de estos momentos, este socorrista se incorporó nuevamente a las tareas de rescate en el edificio Rubén Darío. El hombre explica qué fue lo que lo motivó a regresar al epicentro de la tragedia.
«No piensas en más nada que en ayudar a la gente, el pago que alguien nos da son las gracias. Mucha gente nos decía ´me puede sacar a mi familiar, Dios se lo va a pagar´. Uno piensa, la gente necesita de sus familiares y hay que sacarlos», comentó.
Alexander Bonilla considera que después de la situación de emergencia ocurrida el 10 de octubre de 1986 se formó una nueva generación de socorristas que, al igual que él, se han preparado y están dispuestos a ayudar a los salvadoreños en situaciones de riesgo.
El veterano rescatista es de la opinión que las escuelas deberían de dedicar tiempo para preparar en primeros auxilios a los estudiantes para que de esa manera sepan atender emergencias por fracturas, por ejemplo.