Desde el 1.º de junio de 2019, cuando el presidente Nayib Bukele inició su gestión en la casa de Gobierno, también se dio rienda suelta a una fiera batalla preelectoral de la oposición para recuperar el poder y devolvérselo a sus amos, a los titiriteros de los asuntos de país.
Desde las curules de la Asamblea Legislativa, así como desde las mesas de fundaciones, organizaciones no gubernamentales y salas de redacción han luchado para que este Gobierno sea efímero, un simple «ups» en la historia de El Salvador.
Su obsesión descontrolada los ha llevado a traspasar fronteras para buscar el respaldo internacional injerencista de algunos personajes y ONG acostumbrados a propagar y financiar acciones sin importarles la voluntad o heridas del pueblo.
Pero luego de cuatro años de estar inmersos en este patético escenario, lo que observamos es que, en lugar de proponer nuevos planes o soluciones reales a los problemas que ellos mismos construyeron, están reciclando las mismas acciones territoriales e intensificando los ataques de siempre. No hay novedad, no hay adaptación a la nueva realidad y atentan contra la inteligencia de los salvadoreños.
Los viejos actores casi siempre vuelven a la escena para revivir un pasado que la mayoría no quiere volver a vivir. Se entiende que el sistema les permitió estar en el poder sin haberse preparado, teniendo la única convicción de que necesitaban más astucia que preparación, y es que la estupidez nunca fue impedimento; por eso siempre arrastraron viejas formas de buscar votos, sin importar si había que cambiar de camisa política.
Pienso que esta es una de las razones de por qué los partidos políticos se convirtieron en enemigos de la verdadera democracia y en simples vehículos al servicio de las élites; que poco o nada les importaron los intereses del pueblo, pues sus agendas estaban directamente ligadas al ejercicio del poder y a la consolidación de sus estrategias oligárquicas y muy individuales.
Lo lamentable y penoso de todo esto es que observamos políticos e institutos políticos nuevos de todos colores cayendo en el mismo guion obsoleto, proponiendo campañas sin cerebro. Son ratones detrás de los flautistas de siempre. No hay que convertirse en cirujanos que se pasan operando con hojas de afeitar, cuando ni siquiera saben que existen los bisturís.
Hay que entender que limitar la actividad partidaria a una permanente campaña electoral directa o solapada constituye una participación vergonzosa, porque egoístamente se les está dando prioridad a los intereses electoreros antes que a las necesidades de quienes se supone representan.
Como dijo Albert Einstein: «Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo». Y esto es para todos. Nadie puede salir adelante si no hay cambio de mentalidad, si no se dejan de copiar ideas o aplicar acciones que provienen de los mismos asesores de políticos fracasados. Eso es comodidad, o creer que el mundo se rinde a sus pies, o torpeza nivel 10. Siempre existe el peligro de que, en eventos por venir, la gente pregunte a algún político por qué tiene estatua sin merecerla.
No es posible que a estas alturas algunos sigan creyendo que los salvadoreños los «adoran» porque bailaron en las placitas y mercados con ellos, porque se pusieron a echar tortillas, porque les llevaron láminas o escobas, porque llevaron piñatas a los niños, porque llegaron a las comunidades, barrios y colonias para ver sus necesidades y no volvieron a aparecer. O creer que solo en redes sociales van a ganar la batalla. Los nuevos tiempos requieren inteligencia, estrategia y, lo más importante, compromiso y servicio con la gente.
Es momento exacto para quebrar ese cascarón político jurásico, de enterrar ese pasado. Los salvadoreños siempre han tenido, tienen y tendrán una ventana de esperanza, pero ya no permitirán que políticos les extingan la luz que se inmiscuye por ella. Se necesitan políticos modernos, que no piensen en las próximas elecciones, sino en las próximas generaciones.
La indiferencia de la gente buena es aplastante