Son las 10 de la mañana. Para llegar a este pasillo se puede entrar por cualquier edificio, yo entré por el 10, frente a una de las entradas del Cementerio de Los Ilustres. Subo las gradas y empiezo a recorrer esta feria de colores, sabores y de la cultura popular salvadoreña.
Paso por vitrinas llenas de carnes rojas, lenguas de res, carne seca colgada, de cachos de toro y otras partes que han sido separadas de lo principal. Mientras avanzo y para donde volteo el Mercado Central ofrece algo para llevar y recordar.
Entre el edificio 5 y 6 es la cita. Dentro del pasillo, esta industria de los embutidos, Choricería Natanael, ocupa unos 15 metros a lo largo. Hay muchos negocios, pero este siempre me llamó la atención por su tamaño, por las abundantes hileras de chorizos colgando y, desde luego, por su sabor.
En esta intersección de ambos edificios hay chorizos de res, de res con chile, de cerdo, especiales y corrientes, los de res con más grasa y los de cerdo con más carne, todo al gusto del cliente.
Hay fritada con más o menos cachete de cerdo, hay salpicón de $1.25 con su cebolla y rábano picado y hierba buena.
Detrás de la cortina de chorizos están los maestros de los embutidos del Central, no son los únicos, pero son protagonistas y entre varias choricerías sobresalen.
A la hora que sea, la carne molida es prominente en un huacal de aluminio, a la par siempre sonriente está Edgardo Romero.
Su faena comenzó este día, igual que todos los días, a las 5 de la mañana. La madrugada se da por iniciada moliendo la carne de cerdo por un lado y la de res por otro. En el puesto, aguarda el resto de los materiales para preparar este embutido que es fundamental en la gastronomía salvadoreña: los chorizos de tusa.
Edgardo es tez blanca. Sea que lo visite una periodista o una clienta, siempre está disfrutando sus tareas: moler, embutir, cargar o vender.
Detrás de su amabilidad hay un hombre de 43 años que lleva 25 en el negocio.
La herencia de este arte viene de su tía, Ana Irma Parada, con quien día a día preparan estas pequeñas bolitas de carne que se elevan a delicatesen con tortilla recién hecha.
El arte de embutir no es propia de ninguna carnicería en el Central, pero hay algunas como la de Edgardo que se abren un espacio en las mesas y que de boca en boca y generación y generación se quedan en los hogares.
Con su experiencia y su cuerpo fornido, Edgardo hace parecer sencillo embutir. Después de moler la carne, las especias, hierbas y vegetales picados, todo está listo para mezclarse. Esta parte del proceso es propia de cada choricería, y sin atreverme a preguntar por la receta que recelosamente guarda Edgardo y su tía, sí confirmo que en este paso está el corazón del arte de hacer chorizos.
¿En qué consiste el éxito de un buen chorizo?: «En la mezcla de las especias. Eso no puede faltar, es como sazonar una buena carne o un buen pollo», responde.
Y, ¿cómo descubrir cuando es un buen chorizo?: «El aroma dice si es un chorizo bueno. Si no huele a nada, no sabe a nada, Es como el café que al olerlo usted sabe que es bueno».
En las mismas palanganas en las que luego se hará el amarre, las manos -entre otras, de Lilian González y Nelson Orellana- amasan la carne hasta integrarla por completo con las especias. La preparación vuelve, después, a los inmensos huacales para luego meterse en la tripa.
En todo colaboran todos, pero la embutida está en manos de Edgardo. Con sus manos toma la carne molida y bien especiada la mete en un cilindro de aluminio de casi un metro largo y un diámetro de unos 30 centímetros. Y mientras gira una palanca, un plato empuja la carne para que salga por una angosta boquilla.
A la par de la embutidora, en un huacal, espera la tripa que ha sido hidratada para que sea fácil de manipular, siempre es de res o de cerdo, sin predilección por alguna.
La tripa es esa vaina delgada en la que se sambute la carne. Aunque su procedencia no varía el sabor, sí lo tiene en términos de costo y de forma, la de res es más dura y más barata, mientras que la de cerdo es más suave y más cara.
Así, en una coordinación de ambas manos, con una gira la palanca y con la otra va sacando la tira embutida, Edgardo comparte en más de una hora sobre su arte. Durante este tiempo ha embutido metros y metros de chorizo sin parar, mientras los ayudantes llegan con huacales para el último paso: el amarre con tusa, de allí el nombre de este popular platillo.
El amarre se hace en enormes bandejas de aluminio. Son pares de manos a una velocidad y compás impresionante tomando todo en iguales porciones de carne, donde cada una será un chorizo dividido por la tusa de elote seca.
La tusa viene después de que el agricultor dobla el maíz una vez la mazorca está lista. De los campos llega al mercado seca, aquí los amarradores la dividen en hilachas delgadas que servirán para los chorizos.
«Esto es de práctica. Yo tengo como 17 años de hacer esto. Una prima me trajo. Yo trabajaba en la finca. Ella murió, pero me dejó esto para defenderme. A ver qué día se viene usted a amarrar con nosotros», ríe Lilian mientras me lanza la invitación.
Ella y Nelson son rápidos, nunca han contado cuántos amarran por minuto, pero son rápidos en la tarea. Así, en una armonía perfecta siguen llegando tiras y tiras a estas bandejas. Edgardo sigue embutiendo, las tusas se siguen amarrando y los clientes ordenan por docenas o por dólares los deliciosos chorizos de tusa de a 7, 8, 9 y hasta 12 por el dólar todos los días. Es un ritual cotidiano.
Mañana aguarda otra montaña de carne lista para convertirse en un chorizo que llegue hasta su mesa frito, en sopa o como lo prefiera.