Estoy a punto de cumplir 100 años y les presento un viaje fabuloso en el tiempo. Mi historia ha sido tan variada que es difícil pensar y recordar cada una de las cosas que he vivido. Sin embargo, podría decir que conmigo se ha creado un legado cultural y musical incomparable.
Es increíble pensar que contrario a lo que hacen los años en algunas cosas, que ni siquiera dejan huella, en mí ha sido totalmente distinto ya que con el paso del tiempo crecí hasta convertirme en lo que soy ahora: una magistral fuente de belleza artística como ninguna otra, y lo que sin duda me causa más orgullo es que soy la máxima representación musical de todo un pueblo.
Me presento formalmente. Mi nombre es Orquesta Sinfónica de El Salvador, y para que me conozcas y te enorgullezcas de mí te contaré un poco de mi historia.
Me crearon en 1841. Nací bajo un concepto de Banda Marcial conformada por un conjunto castrense de varios músicos locales y extranjeros.
Para 1875, yo estaba pasando por una excelente época por lo que contrataron a dos increíbles directores que, sin duda, ayudaron a potenciarme: los alemanes Emile Dressner y Enrique (Heinnch) Drews, músicos con quienes comencé a ejecutar partituras originales de ópera.
Drews enriqueció mis programas con números de cámara y obras de su propia producción, logrando que los músicos que me conformaban llegaran a más de un centenar. Esto aceleró mi crecimiento, por lo que dejé de ser una banda marcial y me comenzaron a llamar Banda de Altos Poderes y, luego, Banda de los Supremos Poderes.
Con el pasar de los años pude conocer a muchos directores más, entre ellos recuerdo al germano Karl Malhmann. Él me acompañó hasta 1915, ya que tuvo que volver a su país como soldado en la Primera Guerra Mundial.
También recuerdo que el compositor del Himno Nacional de El Salvador, el italiano Juan (Giovanni) Aberle, asumió la dirección musical. Este increíble personaje continuó la tradición de sus antecesores y conservó no solamente el repertorio que tenía sino que siguió presentando la orquesta en los parques y en los eventos oficiales públicos, que ya se habían hecho muy populares.
Para ese momento mi desarrollo era innegable y mi participación era cada vez mejor. Me estaba convirtiendo en una figura musical de mucha trascendencia y cada vez más se unían a mí otros músicos de gran destreza. Este fue el caso del violinista alemán Paul Müller, quien fue sucesor de Aberle y que deseaba convertirme en una grandiosa orquesta sinfónica.
Müller asumió personalmente la tarea de formar a mis integrantes en la ejecución de instrumentos de cuerda, lo que significó que mis músicos tuvieran que aprender a tocar otros instrumentos para tener cabida en mi nueva etapa de formación orquestal.
Recuerdo que fue en el teatro «Colón», el 10 de noviembre de 1922, que presentamos el primer concierto sinfónico. Fue una noche memorable. Expusimos obras de gran formato del Clasicismo y del Romanticismo como la marcha fúnebre de la sinfonía «Heroica» de Beethoven; «Los preludios» de Liszt, y la Obertura de la ópera «Tanháuser», de Wagner.
Esa noche demostramos nuestra composición instrumental y todo el empeño aprendido, y eso nos valió -a mis músicos y a mí- ser reconocidos como el principal conjunto musical del Estado. Tanto, que esa fecha es considerada como el día de mi fundación como Orquesta Sinfónica de El Salvador.
Pero en mi historia no todo es felicidad. Debo reconocer que muchas veces me vi afectada por la austeridad y las limitaciones.
Debido a la crisis económica mundial, varios de mis directores sufrieron precariedades conmigo, como fue el caso del italiano Cesare Perotti, quien formó parte de mí en 1936.
Sin embargo, yo continué con mi papel de divertir y alegrar a los paseantes de los parques Dueñas (ahora plaza Libertad) y Bolívar (hoy Plaza Barrios) y de imprimir boato, es decir, ostentación a los eventos oficiales.
Yo seguía presentándome, principalmente los jueves, con un formato de banda y como orquesta los domingos.
Recuerdo que, en ocasiones, mis conciertos eran transmitidos por la radioemisora estatal y a veces tenía que acompañar el protocolo oficial de día y de noche en desfiles, cenas, fiestas cívicas, religiosas y eventos de Estado. Todo ello, bajo una disciplina militar que incluía castigos, sanciones y jornadas extenuantes.
En verdad que, ese período con Cesare Perotti fue crítico, ya que a la austeridad y cansancio se sumaba su mal carácter, motivo que ocasionó un descontento interno.
Una anécdota que recuerdo de Perotti y que originó su retiro fue que incluyó la alegre obertura de «La urraca ladrona», de J. Rossini, en el programa musical de los funerales del hijo del presidente Maximiliano Hernández Martínez, un suceso que enfadó al mandatario y precipitó el despido del italiano en 1950.
MIS TIEMPOS MÁS RECIENTES
Pasaron los años y, con aciertos y desaciertos, seguí avanzando. Aún recuerdo una de las fechas mas significativas para mí, cuando conocí a mi primer director salvadoreño, el gran Alejandro Muñoz Ciudad Real.
Los cambios que impulsó provocaron mi división. Una parte (la banda) pasó a la Guardia Nacional y, la otra, (la orquesta) continuó en la institución castrense. Ahí adquirí el título de Orquesta Sinfónica del Ejército, que según un decreto de 1955 tenía como objetivo: «elevar el nivel de cultura musical del Pueblo».
Mi separación fue propiciada desde los altos estamentos militares y políticos, específicamente por el ministro de la Defensa Nacional, el coronel Osear Solanos, un melómano y promotor musical que jugó un papel importante en el movimiento de la música de los años cincuenta. No obstante, me obligó a retirarme de los parques y pasé a ocupar espacios como el Círculo Militar y el Teatro Nacional.
Ciudad Real diseñó para mí un repertorio a partir de su experiencia en orquestas mexicanas, donde ejecutó piezas contemporáneas como los ballets «El Pájaro de Fuego» y «Petrushka», del ruso Igor Stravinsky; los poemas sinfónicos «Till Eulenspiegel» y «Don Juan», de Richard Strauss; la Sinfonía número 5, de Dimitri Shostakovich, y la Sinfonía «Clásica», de Sergei Prokofiev.
Reconozco que hubo producciones locales de gran relevancia donde participaron destacados personajes como la etnomusicóloga y pianista María de Baratta, las pianistas Ángela García Peña y Lillian Rivas, los violinistas Rubén Arauz, Ramón López, Abel Ayala Bonilla, Esteban Servellón y otros.
Mis músicos reconocían a Muñoz Ciudad Real como el mejor director, gracias a que logró posicionarme como un ente artístico y porque introdujo un repertorio del siglo XX. Es decir, de su mano me modernicé, pero como le dije, me alejaron del pueblo.
Para 1963 llega a dirigirme Esteban Servellón (1921-2003), músico vicentino que estudió en Italia y en Salzburgo. Con él pude conocer otros escenarios e interpretar más compositores nacionales. Conocí a Domingo Santos, José N. Rodríguez, Ezequiel Nunfio, hijo, Juan Cruz Aguilar, entre otros
Servellón consolidó una hermosa costumbre en mí, que consistía en intercambiar batutas para enriquecer mi formación y desempeño, llegando a invitar a músicos extranjeros que acudían principalmente a participar en festivales internacionales.
Estos festivales eran organizados por el Patronato Pro-Cultura de El Salvador, y tuvieron su inicio en 1967, teniendo como sede San Salvador.
Los invitados extranjeros gozaban de gran popularidad por sus virtudes artísticas en el mundo de las orquestas sinfónicas.
Estos encuentros con la élite de la escena musical internacional hicieron posible que el país, y yo como orquesta, fuéramos visibles en un ámbito musical geográfico más amplio.
En enero de 1974, Esteban Servellón renunció a mi dirección e inmediatamente fue nombrado en su lugar el compositor Gilberto Orellana hijo, quien se mantuvo conmigo hasta 1985.
Luego llegó Germán Cáceres Buitrago convirtiéndose en mi séptimo director. Su formación musical inició con Esteban Servellón y el rumano-salvadoreño Ion Cubicec.
Cáceres me alimentó con un repertorio repleto de obras con lenguaje contemporáneo. En este sentido, prosiguió con el perfil estético que Orellana ya había fijado en mí, pero con tintes un poco más vanguardistas.
Esos cambios me consolidaron aún más como orquesta y logré que en el contexto institucional me dieran apoyo y soporte financiero.
El trabajo de mi director Cáceres, que duro 34 años, dejó un legado inmensurable en mí, así como un reconocimiento nacional que ensalzaba la calidad y el misticismo de cada uno de los músicos que me conformaban. Y entendí que, tras su ausencia, yo comenzaba una nueva etapa.
Este nuevo período, sin duda, iba a ser mucho más retador, sin perder los aires de grandeza y éxito que me había caracterizado. Es así como, en 2019, doy la bienvenida a mi nuevo director.
Se llama Martín Corleto. Es guatemalteco con una amplia preparación musical y ha comenzado un proceso para mejorar la calidad de mis programas, ofreciendo más y mejores contenidos musicales para el público salvadoreño.
Con sus proyectos, me ha hecho destacar en magistrales festivales dedicados a grandes compositores europeos, acción por la cual se me ha permitido profundizar el estudio de sus composiciones.
También he compartido presentaciones con los diversos elencos nacionales de danza, he tenido músicos y directores invitados de diversos países y me siento muy satisfecha de interpretar composiciones de las maestras y maestros salvadoreños, que han sido rescatadas.
El maestro Corleto me sigue dirigiendo y en conjunto con los músicos profesionales que me integran sigo escribiendo mi historia.
Espero que todos sepan de mis orígenes, sobre todo de mi crecimiento para enaltecer la grandeza del quehacer musical El Salvador.
Por cierto, ya comenzaron los conciertos con motivo de mis 100 años de fundación… ¡Acompáñenme!