El cobarde asesinato de Ángel es el que yo recuerdo como el primer luto en la familia. Mi madre, Mercedes, quedó huérfana de mamá desde los seis años, pero quizá por mi edad, jamás me confesó su dolor. En esa ocasión tampoco lo hizo, y no había necesidad de que expusiera una sola palabra, porque cada tarde, religiosamente, la acompañé al predio baldío donde estaba la tumba improvisada de mi hermano y lloraba hasta el desmayo.
Yo también lloré un par de veces, pero quizá por mi edad, ocho años recién cumplidos, absorbí el golpe con inocencia y me distraía yendo a las quebradas cercanas a «cangrejear», pescar con anzuelo o simplemente a recolectar guayabas y nances. Salía con los niños de mi edad, en su mayoría eran mis primos, que dejaron Los Monjes cuando se creó el lago Suchitlán y que habitaban antes que yo en una cooperativa en La Bermuda, que sería mi hogar por un tiempo.
Los muchachos más grandes, de los 14 años en adelante, también era familia, ya estaban organizados con la Resistencia Nacional (RN) o con las FPL y los veía de vez en cuando, puesto que se mantenían en campamentos recibiendo instrucción de tipo militar con la guerrilla.
Algunas veces observaban cruzar las filas guerrilleras, pero con más frecuencia se llenaban del verde olivo del ejército que, poco a poco, de pasar inadvertidos se convirtieron en amenaza, pues comenzaron a sacar a algunos adultos de mis parientes y a matarlos en el camino.
Parte de mi familia, por ese mismo temor, ya había hecho tatús en medio de una plantación de bambúes y había noches en que nos íbamos a dormir allí.
Con el tiempo, los asesinatos en el lugar y los cantones vecinos se acrecentaron y el temor al ruido de los helicópteros creció. En mi caso, no tenía un entendimiento claro sobre los orígenes de la situación; pero no era ajeno al miedo y fue más terrible cuando en una soleada mañana, tras regresar de aguar una vaca con mi mamá, encontramos nuestro nuevo hogar como un caserío fantasma.
Sin más ropa que la que usábamos, emprendimos la ruta por la calle empedrada hacia la principal vía, que conducía a Suchitoto, y ya sobre la marcha nos percatamos de un emergente refugio que había habilitado la Cruz Verde Salvadoreña. Ahí nos reencontramos con el resto de la familia y con la gente de los cantones aledaños, que también habían dejado sus hogares para salvaguardar la vida.
Protegidos por la Cruz Verde, ese refugio fue la segunda estancia de mi peregrinar. El ejército vigilaba el campamento durante el día y por la noche algunos guerrilleros llegaban al lugar para visitar a sus familiares, que habían decidido mantenerse neutrales.
Antes de que el refugio fuera cerrado, el Ejército desapareció a más de medio centenar de jóvenes y adultos; todos eran hombres. Luego la Cruz Verde trasladó a un grupo de esos desplazados hacia Santa Tecla, en La Libertad; mientras, el resto se quedó en manos de la Fuerza Armada, y nos trasladaron obligatoriamente al expenal de Suchitoto, donde nuestro encierro se extendió por tres meses, bajo la vigilancia de la extinta Guardia Nacional.
La cárcel, que ya albergaba a condenados y presuntos delincuentes, pasó a ser nuestra residencia, y el delito que nos había llevado hasta allí eran la pobreza y sus consecuencias.
La situación había desembocado en una crisis real, porque en casa al menos contábamos con algunas miserias para comer, pero ahí no poseíamos nada. A la Guardia Nacional solo le interesaba mantenernos aislados. Comíamos cuando buenas personas nos visitaban. Los guardias con naturalidad irónica solo nos ofrecían granadas, cuando era evidente el grito que salía de nuestras barrigas.
Es incomprensible que otro te ofrezca la muerte por sentir hambre. Pero ahora entiendo, y sin rencor alguno, que esos pobres inhumanos carecían de educación, hijos de la ignorancia; muchos sin pasar por las aulas para aprender lo mínimo, como leer y escribir. Por el contrario, habían recibido instrucciones de sus superiores para que nos consideraran peligrosos y enemigos. No hay peor aberración que seguir órdenes por seguirlas.
El miedo reinaba en el lugar. Cuando la guerrilla decidía hostigar a los uniformados desde la irrupción del primer disparo, el instinto de salvarse nos llevaba debajo de los desvencijados catres de los antiguos moradores del expenal. Tirados en el suelo, solo nos quedaba rezar al Creador y pedir que aquel tormento terminara lo más pronto posible.
Finalizados los tres meses de suplicio, de nuevo la ayuda humanitaria de la Cruz Verde nos trasladó a Santa Tecla, frente al Instituto Tecnológico Centroamericano (ITCA). Ese lugar era un refugio construido con cartones y viejas láminas de aluminio. Nuestra casa era una champa. Hoy en día, ese lugar que nació como refugio de campesinos es una comunidad, que pese a ciertos cambios sigue siendo un foco de pobreza en una ciudad más próspera que la de aquella época.
La dieta regular consistía en tortillas de maíz amarillo, leche de Cáritas y guineos pasados de maduros. De vez en cuando, llegaban extranjeros que fotografiaban a los cipotes de mi edad, que andaban sucios y con poca ropa; todos chorreados, como decimos en El Salvador. Quizá han de haber sido gringos (periodistas o activistas de derechos humanos) que intentaban hacer la denuncia en el extranjero sobre lo que acontecía en el país.