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De Opinión
Pórtico
Por Álvaro Darío Lara, escritor
«… En lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros».
Borges
Los libros impresos no pasan de moda. Difícilmente pasarán, a pesar de tantas crisis locales
y planetarias.
Hace décadas que los profetas de su desaparición vienen anunciando su fin; y, sin embargo, aquí
están en la era digital, enfrentando todas las vicisitudes de un mundo que cada día está más saturado de información y menos comunicado.
Cuánta razón tenía Saramago cuando en su visita histórica a El Salvador, hace años, al recordar a su abuelo, expresaba lo limitado del vocabulario de este, lo circunscrito de ese léxico al entorno agrario del Portugal de las primeras décadas del siglo XX; pero cómo el mundo se transparentaba en ese puñado de vocablos; cómo podía comunicar realmente; esto es hablar desde el sabio corazón.
Saramago afirmaba que ahora tenemos toneladas de palabras, tecnicismos, extravagancias de la lengua, pero cada vez nos escuchamos menos, cada vez volvemos más indigno el lenguaje y la lengua.
Para los que crecimos entre libros, las viejas ediciones de Defoe, D’Amicis, Mark Twain, Stevenson, Melville, Julio Verne, Poe, Horacio Quiroga, Salarrué, Ambrogi, Espino, Peralta Lagos y Masferrer son insustituibles.
Aquellas enormes enciclopedias de lomos azules, rojos, dorados. Los atlas de la geografía mundial. Los grandes herbarios y los iluminados textos de los monjes medievales que pude apreciar fuera del país en la niñez.
Las ediciones argentinas, chilenas, mexicanas que mi padre compraba en sus viajes o en las antiguas librerías del centro de San Salvador: Ercilla, Cultural, Cultural Católica, Cervantes, San Rey, Ibérica, Hispanoamérica, Moderna, Roxy. La librería Isis, que nos causaba tanta curiosidad y asombro con sus títulos, plenos de esoterismo; sobre la calle Arce, la librería San Pablo; sobre la 9.ª calle oriente, la librería El Planeta; los libros usados en el antiguo parque San José. Y luego la recordada librería y galería Altamar de don Hugo Lindo.
Recuerdo a don Hugo —delgado, con el cabello blanco— sugiriendo autores, ediciones, comentando libros. La librería Neruda, de ese gran crítico de arte y buen amigo trágicamente asesinado por la barbarie de los años ochenta, Reynaldo Echeverría.
Las editoriales históricas: Porrúa, Kapelusz, Losada, Editores Mexicanos Unidos, Salvat, Sopena, Seix Barral, Bruguera, Kier, Fondo de Cultura Económica, la regional EDUCA y la guatemalteca José de Pineda Ibarra, Entre nosotros, la Dirección de Publicaciones, con aquellas portadas de Mérida, en tirajes de miles, que hizo ese gran editor y poeta en prosa que fue Ricardo Trigueros de León; Tercer Mundo, quijotada de Álvaro Menén Desleal; Editorial Abril Uno de Mauricio Sarmiento y Bernardo Mejía Rez (el creador de «Pajaritas de papel» y «Mi pequeño mundo», páginas infantiles pioneras en matutinos y vespertinos); Clásicos Roxsil de doña Rosita Victoria Serrano de López; Editorial Ahora; Editorial Horizontes; Editorial Universitaria de la UES y UCA Editores, sobre todo, en la mejor época de ambas, bajo la dirección del escritor, poeta y ensayista Ítalo López
Vallecillos, excelente editor.
Los libros, el gran placer de los bibliófilos. Esas joyas raras que aparecen de cuando en cuando, entre filas
de antiguos textos, donde el polvo del tiempo oculta verdaderos tesoros; donde acaso un roedor se ha llevado una esquina; donde las manchas marrones del hongo han dejado su perdurable huella, y un parásito nos evidencia su tránsito burlador en orificios que atraviesan páginas y páginas. Gran mérito los textos de «segunda lectura» que llegan a menor precio a los padres de familia, a los estudiantes, a los maestros y a los lectores voraces.
Gran servicio el de don Jesús Castillo Villegas en la avenida Monseñor Romero de San Salvador, con su librería Segunda Lectura; de igual manera, doña Lydia con La Casa del Libro, frente al parque San José; don Nicolás, a inmediaciones del exalmacén Simán, y los ya recordados don Jorge Alberto Ramírez y Vidal Garay, escritores y libreros fallecidos el año pasado.
Y el mercado crece, ahora en lo digital; los poetas jóvenes también han descubierto en el comercio de los libros una manera digna de ganarse el pan diario: Josué Andrés Moz, Alberto López Serrano, Wally Romero, entre otros.
Hay un asunto de sensualidad, de posesión, de tacto, de placer visual en la cubierta, de regodeo tipográfico, de intensidad cromática en las ilustraciones, de brillo que no tan fácil cederá. Para los bibliófilos como el suscrito, que aman por igual las antiguas revistas y los periódicos del día a día, aún hay papel para leer. Entonces, una taza del mejor café para autores, editores, lectores y queridos libreros. ¡Continuemos leyendo!
De Cuento
«El Tren brujo»
Por Enrique Barillas
El tren brujo pasa a la medianoche por Santo Domingo, San Vicente. Viene de Cutuco, allá es la última estación
del tren en el golfo de Fonseca, va en dirección hacia San Salvador. Pero su última parada en verdad está por los hoyos negros, va a supervisar las galaxias y Big Bang.
Al tren lo esperan para verlo pasar Miguel y Pedro, los curiosos del pueblo. Con una brochita, hecha de tusa de maíz, untan una pócima a los rieles y durmientes. El encanto llega y se puede ver el tren brujo a las cero horas, es decir, a la medianoche.
Los curiosos de Santo Domingo están aterrados al ver. Pedro es vicentino y se bautizó en el río Acahuapa. En la poza de la piedra chuzuda, puntuda, pues. Miguel es originario de San Pedro Nonualco y es telegrafista en Santo Domingo.
Los curiosos preparan una pócima especial de trenzas de ajos, hojas de tabaco, ruda. Todo va bien molido con agua. Se pone a hervir hasta que rebalse el cocimiento en una olla de barro negro. También la preparación debe ser acompañada con un sahumerio de hojas de bálsamo, jiote —árbol desnudo, le llaman los indígenas, por su piel— y cacao.
Entonces, el silencio reina en Santo Domingo. Solo se oyen los chillidos de los grillos, las ranas y los sapos gritones a esa hora en el pueblo que está a 60 kilómetros de San Salvador y donde está la estación del tren. Es la hora cero. Los curiosos, preparados y ansiosos para ver la función fantasmagórica, están temblando de miedo.
El sahumerio se expande y huele fuerte. Se oye el pito del infierno. La piel de gallina se les pone. «Viene el tren», comenta quedito uno de los curiosos. La locomotora viene conducida por el mismo diablo, el querubín rebelde.
—Shiiiii, callate, Pedro, no hagás ruido. Viene el tren.
—Perate. ¡Me aplauden las nalgas de frío y del miedo!
—Los rieles tiemblan…. ¡Ahí viene! Con sus cachos, cascos de caballo, cola picuda y peludo. Su carcajada burlona se oye a distancia.
En una mano fuma un puro que salpica brasas encendidas. El ángel caído lanza carbón a la máquina infernal, el tren brujo.
Salen llamas azules y rojas. Expulsa aire, llamaradas, y huele a cacho de buey quemado. Pedos. Pedorrera. ¡Qué tufo! Lucifer representa al ángel caído, el mismo que al desobedecer a Dios se convirtió en Satanás.
Los vecinos de Santo Domingo, San Vicente, pueden ver ya el tren brujo. Untaron los rieles con la pócima mágica. Los pasajeros suben y bajan. De todas partes del mundo, con vestimentas de sus países. El sahumerio ingresa a todos los vagones del tren de los ángeles caídos.
Luzbel, Lucifer… a un lado del príncipe de los ángeles caídos está la biblioteca, allí habita el «Libro infernal» y los libros de magia.
La locomotora masticaba indiferente las horas.
El tren que aullaba a medianoche.
Se oía.
Los brujos y la máquina saludaban al barrio.
La estación a un grito de distancia.
¡Llegamos!
Miguel Ángel Espino
El tren brujo se aleja en mi imaginación.
Va al Big Bang.