Hace un par de días conversaba con Nicolás Colfer, escritor y poeta argentino, sobre la relevancia que tiene para las diferentes infancias encontrarse con referentes culturales diversos. En dicho diálogo nos centramos particularmente en la necesidad de que todas las personas encontrásemos personajes, narrativas y voces que provengan de distintos lugares del espectro sexual y genérico; aquello que ha venido a denominarse lo «queer».
Entre miradas, risas y versos compartidos, la plática nos llevó a reflexionar sobre cuán determinante ha sido para nuestras historias encontrarnos espejados o presentados por oposición con múltiples figuras de la literatura, la música y el cine. La Pedro (Lemebel) nos conmueve; La prohibida (cantante «drag queen») nos hace soñar; y Camila Sosa Villada se nos presenta como inspiración. Y así entre recomendaciones cruzadas y lecturas interrumpidas nos pasamos gran parte de una velada en línea de lo más variopinta.
Sin embargo, una sombra inquieta nos amenazó cada tanto. La politización de las disidencias sexuales y su progresiva visibilidad mediática pareciera, en muchos casos, ofrecer identidades ricas en forma y etiqueta, pero vaciadas en su contenido. Lo que alguna vez fue invisibilidad, hoy se presenta permutado por un conveniente simulacro comercial. En la esfera pública, los escasos espacios de ocupación concreta, política y simbólica de quienes componen el colectivo LGBTIQ+ constituye poco más que una estrategia imitativa de un accionar democrático. Todo cuánto vertebra la presencia de las disidencias sexuales en los medios está constantemente sometido a lógicas de mercado y a concesiones del capitalismo, que no discurren en la condición humana.
En una reciente entrevista, Lizzo, cantante y ganadora de tres premios Grammy, señaló: «Estoy cansada de ser una activista solo por ser gorda y negra», y añadió «quiero ser una activista porque soy inteligente, porque hay problemas que me importan, porque mi música es buena, porque quiero ayudar el mundo». Sin embargo, en el simulacro de la representación de la diversidad humana que aparece en los medios no hay espacios suficientes para las identidades con discurso y voluntad propia. No, si no tienes las formas, el peso, el color, la indumentaria y los ademanes con los que quienes detentan el poder están dispuestos a retratarte.
De acuerdo con Freud, en condiciones normales nada nos parece tan seguro y establecido como la sensación de nuestra mismidad, de nuestro propio yo. Y, si bien 2020 no nos ha presentado nada de normal, la comodidad que -ocasionalmente- podemos gozar no puede cerrarnos al mundo y delimitarnos frente a los demás. Es efectivo que, en algunos contextos, ya no tenemos que cargar con tantas «cicatrices de risas en la espalda». Sin embargo, la historia nos ha enseñado una y otra vez que, si activistas y luchadores sociales bajan los brazos, el sistema los aplasta. Por ello, para crear comunidad es fundamental hacerlo sobre la base del discurso y la reflexión, y no solo desde las expectativas que el mercado nos ha introyectado como válidas.
Las nuevas formas comunicativas, los códigos emergentes, las significaciones subversivas de lo «queer» dan cuenta de la potencia que tienen las creaciones colectivas que abrazan una mismidad que fluye con los demás y que no se enclaustra en identidades unitarias, herméticas y vacías. Dicho de otro modo, quienes nos identificamos con lo «queer» debemos rebelarnos, reivindicarnos y sostenernos, porque las garantías son muy pocas y los sueños son grandes.