Ese hombre no parece tener nada especial. Nada que lo distinga entre la multitud en un estadio de fútbol, en un concierto de rock o en un centro comercial. Es un salvadoreño totalmente promedio: mestizo, bajito, moreno, pelo liso, tirando a delgado, pero de músculos fuertes.
Tiene 63 años y siempre viste camiseta sport, jeans y zapatillas deportivas. Es hiperactivo y de gestualidad nerviosa. Suele hablar como los jóvenes de barriada de los años sesenta y setenta, algo así como «hey, ¿qué ondas con ese man?, ¿en qué vacil anda?».
Es sastre, mecánico automotriz, zapatero, serígrafo y diseñador, casi licenciado en Matemáticas y comerciante de raza.
Le acaba de contar a un amigo escritor, en un rancho frente al mar, la historia de su vida. Y el escritor se ha quedado pensando que ese hombre no es en verdad nada común ni corriente.
Ahora ese hombre está parado en la entrada de una bodega que tiene el tamaño de una cancha de fútbol y 20 metros de altura, repleta de enormes estantes de metal y madera colmados de mercadería… Por entre los pasillos formados por la estantería circulan varios montacargas y una gran cantidad de trabajadores.
Al lado de la bodega hay un estacionamiento con 30 camiones en los que la mercadería se mueve, a diario y sin parar, hacia más de 50 almacenes distribuidos en las principales ciudades del país.
A sus espaldas se despliega un laberinto de oficinas administrativas. Él no tiene ahí un cubículo y ni siquiera un escritorio. Lo que lo apasiona es la bodega, y aún más la calle, moverse por todo el territorio nacional supervisando sus almacenes y buscando terrenos o edificaciones para comprarlos, edificar o readecuar y abrir ahí nuevos almacenes.
Detrás del estacionamiento hay una linda canchita de fútbol en la que él suele jugar por las tardes con sus ejecutivos y sus trabajadores.
Y todo eso empezó con su padre, a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, con una cinta métrica, un par de tijeras, una plancha, unas escuadras y curvas de madera, una mesa de trazar y cortar y una maquinita de coser, en una sastrería ubicada en una humilde barriada de Soyapango.
Pero hace casi 30 años este mismo hombre fue despreciado y expulsado del seno familiar. En una reunión formal sus seis hermanos le comunicaron que ya no querían ningún trato con él, y lo lanzaron a la calle sin un solo centavo.
Ese día tocó el fondo de la humillación y del sufrimiento. Se derrumbó sintiéndose completamente vacío, sintiéndose nadie, sintiéndose nada. Y lloró en silencio. Y para su mayor desgracia, como tantas veces antes y después de ese día, no encontró otro amparo que el de la bestia negra que tanto daño le había causado en su vida: el alcohol. (Fragmento de un extenso reportaje)