El escenario global a la luz de la historia reciente nos presenta el mundo con una dicotomía Oriente–Occidente, no es entre dos países (EE. UU. y RPC), por poderosos que sean, sino entre dos culturas, entre dos visiones del mundo que, aunque diferentes, no tienen por qué ser necesariamente antagónicas.
Con mucha ligereza intelectual tendemos a interpretar las diferencias con otros como dos opuestos que se contraponen de forma simétrica como si lo que no somos debiera interpretarse automáticamente como absolutamente malo o peligroso, esto implica asumir que lo que somos es automáticamente absolutamente bueno o correcto. Ninguna de las dos afirmaciones es verdadera, pues virtudes y defectos existen en todos y en todos lados; no obstante, tengamos presente que, si bien es cierto que esa visión maniquea no es real, sí que es útil para los poderosos, ya que esa noción de identidad cultural antagónica permite manipular a los pueblos.
Por ejemplo, Samuel Phillips Huntington, politólogo estadounidense, a través de sus obras «El choque de las civilizaciones» y «Quiénes somos», estructura desde una óptica muy norteamericana la noción de que culturalmente nos definimos a través del otro». Él afirma: «Sabemos quiénes somos solo cuando sabemos quiénes no somos y, a menudo, solo cuando sabemos contra quién estamos».
Afirma tal cosa pues en su visión las diferencias son fuente de conflicto: «Las grandes divisiones entre la humanidad y la fuente dominante de conflicto serán culturales», dice. Pero claro es que esta posición casi xenófoba se deriva del miedo, miedo que provoca la culpa. Huntington hace una confesión cuando escribe: «Occidente ganó el mundo no por la superioridad de sus ideas o valores o religión (a la que se convirtieron pocos miembros de otras civilizaciones), sino por su superioridad en la aplicación de la violencia organizada. Los occidentales a menudo olvidan este hecho; los no occidentales nunca lo hacen».
Trascendiendo esos miedos que parecen adoptar muchos, incluso en nuestro país, creo que antes de señalar hacia afuera debemos tratar de entender quiénes somos en términos de cultura. Occidente tiene tres grandes cimientos, Grecia, Roma y Judea, pues nuestra cultura occidental es grecorromana y judeocristiana. Sobre estos cimientos se levantan cuatro columnas: anglosajona, hispana, francesa y alemana.
Occidente está bajo hegemonía anglosajona, con una mayoría hispanoparlante, teniendo Iberoamérica mayor presencia y crecimiento demográfico, así como un territorio más extenso en el continente americano; las nociones políticas occidentales se derivan de la ilustración francesa y la filosofía moderna se pensó en alemán y también tratamos de entendernos a nosotros mismos y reformar la fe en ese idioma, desde Hegel, Schopenhauer y Nietzsche, pasando por Marx y Engels, Freud y Jung, y, por supuesto, Martín Lutero, eso sin contar la incidencia alemana en la reconfiguración del poder occidental desde 1914 hasta 1945.
Es interesante reconocer que estas cuatro columnas son herencia de los pueblos bárbaros que propiciaron la caída del Imperio romano de occidente.
El edificio de nuestra identidad posee alrededor de esas columnas y sobre los cimientos que filtran nuestro entendimiento del mundo elementos árabe-musulmanes que conforman parte integral de la cultura occidental, principalmente hispana; por supuesto, por la extensa y muy duradera presencia musulmana en España, que va desde la arquitectura mudéjar hasta los aportes a nuestro idioma.
Recordemos que la lengua moldea nuestro entendimiento del mundo, también la matemática, el álgebra, el sistema de numeración arábigo, etcétera. No podemos ignorar tampoco que la influencia del islam se fortalece y actualiza con el amplio, extenso y acelerado crecimiento del islam en Europa debido al rápido crecimiento demográfico de los miles de migrantes musulmanes hacia el territorio otrora conocido como la cristiandad.