Primer amor, de Iván Turguénev; Historias de diván, de Gabriel Rolón; Cosecha roja, de Dashiell Hammett; Rayuela, de Julio Cortázar; La insoportable levedad del ser, de Milán Kundera; Otelo, la grande obra de Shakespeare, lo más clásico y trágico. El pobre Otelo estrangula a la dulce e inocente Desdémona, que le hizo ingenuamente un favor a Casio, manipulada por el perverso Yago…
Son estas algunas de las más importantes obras que tratan esa ¿tragedia?… Claro que es una tragedia, si no, cuenten cuántos han matado o se han suicidado por culpa de no saber manejar con inteligencia ese pequeño malentendido.
Se han hecho incluso escalas científicas sobre este mal. Moreau de Tours propuso cinco grados: celos débiles, con pequeños problemas intelectuales; fuertes, con violencia y peleas; los excesivos, que terminan en suicidios, y hasta crímenes de lesa humanidad.
Pero volvamos a nosotros, cuando abordamos esa actitud con sentido común o sin el común de los sentidos, la realidad, pues: «la amamos a ella, ella nos ama a nosotros» (la novela, el cuento), pero ahí intervienen la ética, la moral, las conveniencias, los intereses o defectos nuestros (los casados) y las intromisiones de ese «curioso impertinente», de terceras y hasta cuartas que nos ubican en una situación «sine qua non» (expresión latina que significa ‘sin la cual no’).
¡Los ojos! Tenemos esos impresionantes reflectores pupilares o pilares de pupilas que miran «inconscientemente» en todas las direcciones y no podemos evitar que se detengan en ciertas curvas, movimientos, contorsiones, pícaras sonrisas, erguidos y apostólicos cuerpos; lustrosas o luminosas superficies de piel desnuda, crispadas, ardientes, sedientas, desenvolviendo a un ser lleno de amor y locura desde su concepción evolutiva: el ser perfecto. Los miles de millones de perfectos y nosotros apenas en irrisorios contactos que nos dejan siempre, sí, muchos nos dejan, otros dejamos, pero la verdad que la naturaleza es un tanto egoísta que nos ha provisto de ínfima cortedad de vida… digamos, aprovechable, como para tener hartas satisfacciones en el amor.
¡Justo! ¡Eureka! Sin querer, de ahí justamente viene toda la tragedia que abordamos en este escrito: los celos. ¡Celos, malditos celos!, como la canción de Leandro Ríos. Sí, ahí está el quid de esa tragedia: las limitaciones de nuestra naturaleza, poca vida y mucho quehacer pendiente; mucho placer queda engavetado… o embraguetado, propiamente dicho.
Si nos hubieran hecho, supongamos y siendo conformes, de 200 años, por ejemplo, y digamos que empezaríamos a no servir para nada a los 155, para guardar las mismas proporciones de hoy, que a los 55 ya no se nos para nada en la cabeza, empieza el deterioro curricular en todos los sentidos… ¿Se imaginan? Cuánto tiempo aprovechable para el amor, pero, por supuesto, sin derrochar el tiempo en tristezas ni lamentaciones políticas y sociales. Solo amando y cuidando lo que tenemos durante los diferentes períodos que nos acompañemos enamorados de esas diosas… Claro, porque cambiarían también los patrones de vida: el primer amor en la escuela, como siempre, escogemos pareja a los 20; las leyes cambiarían eso de casados hasta que la muerte… no. Puedes durar casado 20 años, cumpliendo con deberes, luego otra veintena con otra entrega, así sucesivamente unas siete oportunidades en lo que nos quedaría de tiempo útil. Pero los libertinos, los gañanes, los solteros empedernidos, los poetas tendríamos cientos de oportunidades para repartir nuestro amor al mundo, nuestros deseos, sin necesidad de quitarle el gusto a otro u otra. Ellas también disfrutarían plenamente sin tener que quitarle el marido a otra: fin de los celos.
De 155 años en adelante nada nos parará, que perturbe la tranquilidad del vecino o la vecina. Ellas, claro, con menos pausa, pero entenderán que los celos son innecesarios y todos viviremos felices como las codornices.