Tras vivir en el frenesí del turismo a pesar de las advertencias de prudencia de sus ancestros, la chilena Isla de Pascua se volvió más sustentable durante los más de dos años de aislamiento por la pandemia y hoy quiere preservar ese aprendizaje.
«Llegó el momento que habían predicho los viejos, dice a la AFP Julio Hotus, miembro del Consejo de Ancianos de Isla de Pascua, un territorio insular chileno ubicado en el Pacífico a 3,500 kilómetros del continente. Les habían advertido: mantengan la independencia alimentaria, porque en algún momento pueden quedar aislados, pero las últimas generaciones desoyeron ese consejo», explica Hotus.
Antes del coronavirus, en dos vuelos por día, llegaban cada año casi 160,000 turistas, «una avalancha», según el anciano. Pero en marzo de 2020 las autoridades locales cerraron completamente esta isla de casi 8,000 habitantes.
El jueves pasado, tras 28 meses de aislamiento, aterrizó por primera vez un avión con turistas, en medio de la emoción de los habitantes de este lugar, que añoraban volver a ver caras nuevas después de tanto tiempo.
La apertura, sin embargo, será gradual. En un principio, serán sólo dos vuelos por semana, pero la frecuencia irá aumentando paulatinamente. Por ahora, con ese flujo de llegadas, los grandes hoteles han preferido mantener sus puertas cerradas.
Volver a plantar
La artesana rapanuí Olga Ickapakarati dejó de vender sus moáis tallados en piedra a los turistas y, sin ingresos económicos, recurrió a la agricultura y a la pesca para subsistir, como hacían sus ancestros.
«Quedamos todos sin nada, quedamos en el viento, quedamos sin ni uno, pero empezamos a plantar», relata Olga a la AFP.
Los moáis son unas gigantes esculturas de piedra con forma humana. Hay más de 900 en esta isla de apenas 24 kilómetros de largo y 12 de ancho.
Estas estatuas en toba –un tipo de roca volcánica– talladas por los antiguos polinesios rapanuí, pueden alcanzar 20 metros de altura y 80 toneladas de peso.
Se desconoce cómo fueron movidas desde las canteras a los distintos centros ceremoniales donde descansan.
Sin la clientela de turistas, Olga estableció dos huertos en el patio de su casa -de madera y techo de lata-, acogiéndose a un programa del municipio local que ante el cierre de la isla -que se abastecía casi por completo del continente- entregó semillas a la población para que pudieran subsistir.
Olga plantó espinaca, beterraga, cilantro, acelga, apio, albahaca, ananá, orégano y tomate. Lo que no consumía se lo entregó a otras familias, quienes a su vez, compartieron su cosecha con otros, conformándose una gran red de ayuda.
«Todos los isleños son así, tienen buen corazón. Si yo veo que tengo harto de eso (vegetales) voy a regalar a otra familia», agrega esta ‘Nua’ o abuela en la lengua rapanuí, quien vive con sus hijos y nietos.
«Vamos a seguir con el turismo, pero espero que la pandemia haya sido una lección que podamos aplicar hacia el futuro», dice por su parte Julio Hotus.