El estruendo de los obuses que estallanban en mil pedazos sobre la tierra que yacía arriba de sus cabezas sacó del trance a Federico, un joven de 19 años que se unió a una fracción de la guerrilla en los ochenta. Se encontraba ahí junto a seis de sus compañeros en el interior de un refugio subterráneo, conocido como tatú, en algún lugar del cerro de Guazapa. Debían tomar una decisión pronto, abandonar el refugio y correr hacia el bosque antes de que las fuerzas de avanzada llegaran al lugar, o esperar que no fuera un bombardero el que llegara antes que ellos y murieran bajo el incandescente impacto de una bomba de 500 libras; optaron por la primera. A medida que ascendían la escalerilla, el calor del exterior se filtraba por la escotilla y el infernal rugido de la artillería se mantenía como el rugido de una bestia infernal, cuatro cañones alineados a un costado de la carretera Troncal del Norte disparaban en intervalos que no dejaban espacio a los impactos uno tras otro. Antes de salir se miraron unos a otros por última vez, sin ninguna palabra que sus bocas pudieran emitir, las miradas hablaron por sí mismas, entre lágrimas salieron.
Lo primero que percibieron fue un lacerante dolor en la garganta y los pulmones cuando respiraron el abrasante aire lleno de calor y pólvora, luego observaron atónitos por un instante cómo había cambiado la topografía del lugar. Echaron a correr, las columnas de tierra se elevaban tras el estruendo de los proyectiles como si estuviesen cayendo relámpagos descomunales a sus lados. Federico logró ver como a unos 10 metros a su izquierda, uno de sus compañeros le devolvía la mirada, justo antes de verlo desaparecer por completo en una nube de escombros, el fuego rodeaba toda estructura que quedaba en pie, los árboles, incluso el piso, fue ahí cuando escuchó el sonido del avión que descendía y al llegar a la orilla del bosque volteó para ver como inmutada una bomba se precipitaba casi en cámara lenta. La onda expansiva llegó antes que el sonido y lo arrojó como un muñeco colina abajo, fue eso lo que lo salvó del impacto posterior que cambiaría la geografía de lo que alguna vez fue su campamento. Caminó por horas con los tímpanos destrozados y fue el único sobreviviente de ese día.
Hoy, muchos años después, sigue haciéndose la misma pregunta que se hizo ese día: valió la pena tanto sacrificio. Tras haber visto pasar los principios por los que lo dejó todo pisoteados por la avaricia y la mezquindad de quienes profanaron sus ideales, convertidos en el poder, lo olvidaron a él y a todos aquellos que un día creyeron que sus acciones formarían un mejor mañana, y sí fue para mejor, pero para los que se dedicarían a robar.
Don Federico me contó el relato de su escape ya que siendo el único sobreviviente de esta historia pasó de largo en el tiempo, y como se siente agradecido de que después de ser traicionados, después de 29 años, ahora los corruptos comienzan a caer, los traidores comienzan a pagar, pero sobre todo cómo los ideales que persiguieron se materializan en educación, salud, oportunidades, reducción del crimen y más, de cómo mantiene su fe arraigada en un mejor mañana donde los salvadoreños vivan en paz, en donde nunca más la violencia haga que nos dañemos unos a otros, de cómo más de 70,000 muertos atestiguan un pacto corrupto que benefició a pocos y olvidó a muchos.
La historia es como un libro que vale la pena leer muchas veces para aprender de dónde venimos, dónde estamos y sobre todo adónde queremos llegar. Para no repetir los errores del pasado hay que cambiar la forma de hacer las cosas. Bajo ese principio, hoy tenemos la oportunidad de construir una patria, una nación, un El Salvador más libre que nunca.