Para consolidar su poder, ARENA tuvo que fichar a un grupo de intelectuales de izquierda, Los Apósteles, encabezados por Salvador Samayoa. Para llegar al poder, el FMLN tuvo que fichar a un grupo de operadores políticos de derecha, Los Amigos de Mauricio Funes, encabezados por los Cáceres y el general Munguía Payés.
Esa fue la manera de blindar el bipartidismo pactado en secreto en aquella farsa llamada Acuerdo de Paz. Ese fue el mecanismo que garantizó durante 30 años la autoprotección de ese sistema y la intocabilidad de los poderosos de ambos bandos, ya fundidos en un solo bloque para todo fin práctico.
En el vértice de la pirámide de ese sistema estaba el gran capital oligárquico, dueño de los partidos y los partiditos comparsas que representaban servilmente sus intereses. A su vez, esta clase política venal se repartía por cuotas proporcionales toda la institucionalidad nacional. Y así se cerraba el círculo sistémico de la corrupción.
En esas condiciones el pueblo era solo una mansa masa de consumidores y votantes, totalmente excluido de los beneficios y de las decisiones. Cada vez menos Estado y cada vez más mercado, esa era la consigna.
El poder perdió así toda legitimidad, todo soporte ético o moral, reduciéndose a un simple ejercicio de complicidades delictivas. La máxima expresión de esa complicidad perversa, su esencia delincuencial, se condensó en el pacto de sangre y dólares por votos entre ARENA-FMLN con las pandillas criminales.
Y de nuevo: Munguía Payés y sus amigos de derecha operan ese pacto a favor del FMLN, en tanto que Raúl Mijango y Paolo Lüers, del FMLN, lo operan en favor de ARENA.
Era el mayor crimen, la mayor traición al pueblo salvadoreño en toda la historia nacional, pero no importaba porque la ley hecha por ellos mismos y toda la institucionalidad elegida por ellos mismos estaban ahí para garantizar la intocabilidad de sus poderosos perpetradores.
Pero entonces, guiado por la providencia y en feliz coincidencia con un progresivo despertar popular, aparece un líder político que, por primera vez en nuestra historia nacional, coloca el concepto «patria» en el largo plazo de su vida y el concepto «pueblo» en el centro de su agenda.
Con ello, ese líder restituye la legitimidad al poder y comienza a usarlo, primero para cancelar el régimen de 30 años de ARENA-FMLN, y luego para desmontar paso a paso el entero sistema oligárquico de 200 años.
Todas las terminales de la corrupción del antiguo sistema, todas, y por muy encumbradas que sean, están ya bajo investigación y siendo obligadas a sentarse en el banquillo de los acusados. Lo que está ocurriendo en las comisiones especiales legislativas, ante los ojos expectantes de todo el pueblo salvadoreño, es histórico.
Que nadie se equivoque: en el nuevo El Salvador la impunidad ha llegado a su fin. En la patria recién nacida ya se acabó para siempre el mito de los intocables. Ni la gran obra pública ni el crecimiento económico fueran posible ni tendrían sentido si la justicia no se hubiera regenerado y empezado a ejercer su implacable ajuste de cuentas.