No me refiero, aunque tenga mucho que ver con su espíritu, al famoso libro, homónimo, del historiador francés Lucien Febvre. Se trata más bien de una experiencia que he tenido en estos días y que ha dado lugar a reflexiones sobre nuestro tiempo. Es una experiencia bifronte: está en el presente y también en la memoria que la acompaña, es decir, en la historia. Esta no es solo una mirada al pasado por compleja que sea. La historia surge y se hace desde el presente. La historia es algo más que una materia de estudios hoy abandonada o una profesión, cuya preocupación fuese solamente consignar hechos y, de vez en cuando, concluir generalidades que por generales no sirven para mucho, como repetir que «quien no conoce la historia está obligado a repetirla», admonición dirigida a generaciones centradas exclusivamente en el instante.
Los acontecimientos sucedidos en Chile hace 50 años no han merecido casi atención en los medios de comunicación de muchos países latinoamericanos; sí en europeos, como «The Economist», «Le Monde» o «El País». Precisamente en un chat al que he sido invitado, una persona le comentó tajante a otro miembro que se había acordado de este aniversario, que en el país tenemos demasiados problemas para ocuparnos de cosas sucedidas hace medio siglo y en otro. El pragmatismo en su versión acabada. El ombligo no deja de ser, desde su punto de vista, el mejor mirador para entender lo que sucede.
El 11 de septiembre de 1973, las FF. AA. y Carabineros de Chile dieron un golpe de Estado, «con castigo aéreo y terrestre», al Gobierno constitucional presidido por Salvador Allende, que fue derrocado ese día y cuyo símbolo fue el bombardeo de los aviones de combate al palacio presidencial de La Moneda, que terminó con el suicidio del mandatario. Fue el final sangriento de una revolución que pretendió hacerse al ritmo de «empanadas y vino tinto», es decir, a base de consensos democráticamente construidos que nunca, en realidad, se lograron. Solo el contexto del milenarismo político y cultural de esas décadas permitió creer que era posible. El otro contexto vigente, el de la Guerra Fría, abonó al fracaso. Ninguno de ellos permanece hoy.
Visto actualmente, el golpe de Estado en Chile hace 50 años fue la ruptura violenta del orden de la democracia liberal y la toma del poder por el autoritarismo. Podemos discutir hasta la saciedad si hubo o no razón para el golpe de Estado y sobre sus consecuencias. Lo que no podemos negar, incluso para quienes se jactan de pragmáticos, es que en todo Occidente y por supuesto en nuestra región, se vive hoy la crisis y hasta la destrucción de las democracias liberales, modelo de gobierno que hace apenas 30 años considerábamos ideal para la globalización, el libre mercado y el cambio acelerado, posteriores al Consenso de Washington y a la implosión del imperio soviético. Por algo se habló del fin de la historia. Hoy se busca seguridad más que libertad.
La política entendida como la lucha ideológica y la historia como la comprensión compleja de lo sucedido han estado presentes en este aniversario del golpe. La izquierda ha pretendido decir la última palabra sobre lo sucedido y arrogarse la supremacía de lo moral. Pero en estos 50 años se ha abierto también la puerta a la historia. ¿No era desde un comienzo un proyecto fallido el de la Unidad Popular? ¿Qué hizo posible un enfrentamiento como el del 11 de septiembre? ¿Quiénes desde la misma izquierda conspiraron contra el proyecto y lo radicalizaron? La ideología es insuficiente para explicar la complejidad de la tragedia vivida.