El maestro Erasmo de Róterdam solía decir: «En el país de los ciegos, el tuerto es el rey». Pues bien, pocas sentencias son tan claras en expresar la sociedad de la mediocridad y la cultura del relativismo propia del socialismo y el mermado actual imperio demócrata-estadounidense, que ha tirado toda su impureza psicológica y jurídica que le ha creado una sociedad en decadencia moral y ha puesto en el mismo camino a Latinoamérica.
El mundo tecnológico, laicizante y de relativismo en todo, ha creado un cisma tal en la mentalidad, las doctrinas y la vida espiritual de toda la sociedad moderna que ha permitido un paso en el vacío a lo que el maestro Nietzsche llamaría el nihilismo: estructura mental y externa social de que nada es verdadero por sí mismo y nada debe ser enseñado como bueno a las masas.
Por ende, las sociedades actuales y las nuevas generaciones se creen con mayor libertad, pero hoy más que nunca son esclavas de sus pasiones, sus dudas, su nihilismo y su «modus vivendi sui generis» (modo de vida sin género). Pues bien, ese es el resultado de un pensamiento irracional y marcado en el desorden propio de almas dispuestas a todo por perder a la sociedad tal como se ha conocido.
Sin embrago, es de menester vislumbrar a qué se refiere el término «mediocridad». Por él se comprenderá la calidad de una persona o cosa, es decir, de tener escasas habilidades, actitudes o cualidades para el ingenio, la vida interior y el bien vivir según los criterios de la solidaridad y el bien común. Vaya concepto más extenso y digno de mención; pues bien, eso resume con total claridad la forma de vida de los jóvenes de hoy, de la mayor parte de profesionales jóvenes de hoy, sin compromiso social.
Por tanto, es de menester que se aprecie la venerada vida de todos los que, afanados por hacer el bien para sí y para los demás, lucharon por un ideal, sembraron un ideal, vivieron bajo un ideal, se formaron con un ideal y murieron con ese ideal, cosa no aplaudida de las últimas generaciones, que anteponen su bien personal, prestigio social, dinero, reconocimiento, fama, placeres carnales y de todo tipo (que casi solo para eso estudian hoy) antes que una vida discreta, dispuesta y ofrecida a bienes más elevados que sí mismos.
¿Qué importancia tiene entonces denunciar este mundo actual? El hecho, querido lector, de que se haga un concienzudo análisis personal sobre el estilo de vida que se posee, el ideal por el que se vive, si es que se tiene, y el aspecto teleológico con el que se encamina la vida. No basta nacer, crecer, reproducir y morir. Ese ciclo vital es para los mamíferos inferiores (valga aclarar, seres que parecen con mayor raciocinio a veces), no alcanza para el legado que se tiene por obligación moral dejar en la vida.
De tal manera que se debe, desde la academia, empezar a hacer un frente en común, para que las cátedras que se sirvan en todos los niveles educativos no sean solo científicas o de especialización técnica, sino, ante todo, ejes transversales de conocimientos blandos, que enseñen a vivir al niño y al joven, aprender a vivir, a pensar y pensar críticamente, a sufrir, a crecer, a trabajar, a dignificarse y, por qué no, a saber morir. ¡No es poca cosa lo peticionado, pero sí necesario!
Es así y solo así como la sociedad actual puede nuevamente tomar el curso que le corresponde, donde los valores morales sean guía para el éxito y no el éxito por sí mismo, guía para vivir. Se necesita volver al origen social del bien común, de los ideales de intelectualidad y de servicio; solo de esta manera la mediocridad de un existencialismo sin sentido, sin principio ni fin, lleno de placer profuso, de éxito homogenizado, de vivir el día a día sin un ideal, puede detenerse.
Por ende, se necesita reconstruir los tejidos sociales a través de sistemas educativos integrales, de fomento a la cultura y aprecio por el arte, en los que cada niño sea puesto frente a frente con la necesidad del otro, y ante todo, que los intelectuales y académicos actuales tomen el valor de denunciar, de decir, de expresar desde su ciencia o profesión la mediocridad exacerbada que se le enseña al niño y joven en los hogares, en la calle, en los medios de comunicación (mayor parte de ellos, poco serios, poco intelectuales y poco morales), y llevarlos con amor, disciplina, rigor científico y espiritualidad fecunda hacia una vida con sentido, sin relativismos morales falsos, y no caer en lo que expresó con acierto el maestro Jean François Revel: «La globalización es el chivo expiatorio de los inútiles».