Una inquietud vital que he tenido —desde que inicié mi formación de sociólogo— es indagar si existe algo que se pueda llamar «sociología salvadoreña», o sea, una sociología originaria que no sea fotocopia de las tesis norteamericanas, europeas o sudamericanas. La cuestión no tiene que ver con el obsceno número de citas a pie de página en los ensayos académicos o con el dato empírico por sí solo, sino con la información teórica readecuada, que genera, cual constructo «peculiari» o «momentum», una ruptura esencial.
En nuestro caso, la primera ruptura está coligada con la llegada de los sociólogos argentinos, que le cambiaron levemente el rumbo a la sociología que se enseñaba en la Universidad de El Salvador, mostrándole una opción pedestre. El segundo «momentum» es el de la ruptura con la dictadura militar y el legado ideológico y de saber social que la sociología ha impuesto en el país. Entendiendo por saber social: el acto fundacional de resolver los problemas sociales, de la forma más adecuada para las mayorías, según el contexto histórico. Es, precisamente, ese contexto el que propició una tercera ruptura: la rebelión electoral de 2019, la cual me llevó a afirmar que existe una «sociología en los tiempos de Nayib», en tanto la coyuntura política le exige a esta reinventarse a la par de la reinvención del país, y esa exigencia trasciende la posición ideológica que cada sociólogo tenga o defienda.
Esa inquietud epistémica de crear una sociología salvadoreña la compartimos quienes la estudiamos en medio de la guerra civil de los ochenta y, bajo las balas y la persecución de los escuadrones de la muerte, buscamos encararla en el Primer Congreso Nacional de Sociología (septiembre 1987), en torno al debate sobre la existencia, o no, de un «sociologar» autóctono, o sea: poner a la realidad a escribir libros de sociología en lugar de poner a los libros de sociología a escribir la realidad; caminar al revés para encontrarnos con la teoría revolucionaria y resolver el desencuentro teoría-práctica, planteando el dilema: ¿sociología de la crisis o crisis de la sociología?, debatir en el «meridiano cero» de la justicia social, vivir en el pecado mientras la gente común y corriente vivía en el rezo perentorio, pararnos en la calle ensangrentada sobre una consigna social como vecindad de una utopía en busca de autor y de árbol genealógico. En ese momento, creíamos o sentíamos que estábamos cerca del límite definitorio de la lucha revolucionaria auténtica, sin saber que, cinco años después, seríamos emboscados por un final inesperado: «la traición más grande de la historia», una traición que tomaría el turno del ofendido cuando un tal Nayib Bukele abrió las urnas electorales para reinventar el país.
Esa inquietud de abordar las rupturas y aperturas de la sociología me surgió debido a mi militancia en el FMLN (el histórico, claro está, no ese adefesio que fue convertido en cueva de traidores y corruptos) y por la lectura furtiva del Manifiesto del Partido Comunista (Marx), y a ello se sumaron las mil y una masacres a las que sobreviví en el desierto del asfalto, a partir de las cuales comprendí, en toda su dimensión, la lucha de clases y las clases de lucha; la sociología política de monseñor Romero y la de Gramsci, como reo ausente que está presente en la coyuntura encarnada en Nayib Bukele, como singularidad sociológica inevitable; la concreción de lo clandestino en las miradas públicas y el fetiche del fascismo negacionista como mentor del neoliberalismo que, en un abrir y cerrar de manos, nos privatizó hasta el alma; el existencialismo glacial de los desaparecidos en las dos guerras de pobres contra pobres y la densidad táctica del Lenin impecable, que diagnosticó la enfermedad infantil del izquierdismo, esa infección que deja más abiertas las venas de los países.
En 2019, la segunda ruptura me llevó a pensar en una epistemología de la guerra de posiciones, la cual hice mía para navegar las aguas turbulentas y densas de la reinvención del país, la que, como «sociología en los tiempos de Nayib», empecé a monitorear y estudiar en sus detalles cotidianos con el telescopio artesanal de la motivación social para hacer los minutos más largos y para darle sentido a la sociología crítica, amputando del pueblo los momentos amargos.
Al aceptar que existe una «sociología en los tiempos de Nayib», acepto, de hecho, que se ha producido un conocimiento original y creativo a partir del cual el país viene recuperando la memoria histórica, y toma conciencia de sí mismo, nacionalizando los conceptos sociológicos fundamentales para encarar su propia realidad, sin ser neocolonizada en el intento, incluyendo la nacionalización de las tesis marxistas, al menos en mi caso particular, para comprender el sentir y actuar de nuestra historia y erradicar la historia de los victimarios, reconociendo que es mi deber como sociólogo relatar la historia de las víctimas e hilvanar su memoria, en tanto repetición ritual de las acciones solidarias y, con ellas, controlar el tiempo por un instinto de sobrevivencia que reconoce —y conoce— la validez sociológica de las historias frustradas, para no suicidarme en la anomia incitada por el bipartidismo «de facto» que mutiló a lo público y mancilló el imaginario popular.
Pero el pensamiento propio no nace de otros pensamientos, porque las ideas no producen al cerebro, sino que tiene sus orígenes en la objetividad de la motivación de la conciencia, como energía del ser social que, desnudo, se reencuentra en «la sociología en los tiempos de Nayib» como acto civilizatorio en torno a nuestros intereses de reinvención; en torno a nuestro imaginario como constructo cultural que llega hasta los salvadoreños internacionales que fueron obligados a huir del país; y en torno a nuestro ser social como origen de todo a partir de que «lo público sea mejor que lo privado», pues somos cuerpo-sentimientos fundidos en la querencia del «Poema de amor» del Roque que es hoy el rostro en la ventana del país.
En medio de la guerra de posiciones, como tercera ruptura, quiero descifrar los códigos de las mañanas que amanecen cobijadas con el atardecer del pueblo, debido a que este es un concepto obligado de la reflexión sociológica. Que somos cuerpo-sentimientos lo aprendí con la lectura de «Las venas abiertas de América Latina» (Galeano), y lo he reafirmado en los debates con la oposición fascista que quiere volver al pasado de la gran delincuencia al negar su existencia.
Como metáfora, puedo decir que en las tres rupturas de la sociología he tratado de construir un proyecto teórico-práctico, para luego destruirlo en lo concreto pensado y construir, desde sus escombros, el proyecto de la utopía social de la reinvención del país como razón de ser de la sociología salvadoreña, pensando en que somos capaces de proponer una «epistemología de la reinvención», en tanto forma de «sociologar» construyendo nuestra propia historia para dejar de ser sus sufrientes, o sea, dejar de ser sus víctimas sin victimario, lo cual se logra cuando establecemos la negación de la negación de la sociedad para adoptar una sociedad nueva (salto de calidad), tanto en los libros como en la cotidianidad de quienes tienen como principal problema conseguir el «con qué» del siguiente tiempo de comida y seguir pintando de celeste su paisaje cotidiano.