Hablar de monseñor Romero —el tremendamente humano monseñor de los pobres, no el que fue convertido en santo para robarle lo santo— exige definirlo tal cual es en nuestra historia de martirio: una especificidad histórica, pues, desde el púlpito, le cambia el rumbo moral al proceso político-militar. Una especificidad solo brota desde una particularidad y, en su caso, fue la acumulación de fuerzas en el silencio bullicioso de las misas en las que el pueblo clamaba por justicia, clamor que tradujo en sus homilías cargadas de autoridad: «¡En nombre de Dios, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: cese la represión!» (23 de marzo de 1980, un día antes de ser asesinado).
Monseñor surge en una paradoja: la dictadura militar como causa y efecto de la organización popular, amplia y radical, que sustentaba al sueño de la revolución. Junto al pueblo, se convirtió en el hombre-símbolo que, remontando la coyuntura hizo de la libertad su sotana; del amor al pueblo, su evangelio; de la humildad y valentía, sus misterios gozosos; de su espiritualidad, la partera de la teoría social en construcción. En esa línea, aborda la teología en su versión pedestre, y plantea la hermenéutica divina de la conciencia social, y entonces se convierte en la brújula y el barco del compromiso en carne viva.
Dios fue para él la metáfora cultural y política de la revolución social, en tanto revelación y misterio doloroso; fue la revolución escrita en el código mundano del plato vacío de los pobres que se convirtió en el púlpito sacramental de la sal; fue un símil ineludible de las buenas nuevas para unir a las masas populares que lo seguían y amaban. Por tal razón, no se puede explicar la efervescencia del movimiento social de los setenta sin el factor monseñor Romero que, sin duda, tiene mil efectos en el largo plazo de una revolución social que quedó inconclusa y que resurgió 41 años después de su asesinato, en una rebelión electoral que fue un eco de su liderazgo sociocultural y pastoral.
Monseñor propició, con sus homilías incendiarias, las condiciones subjetivas para luchar contra la dictadura militar y la oligarquía, y en ese sentido asumió el papel de pregonero de la conciencia (la voz de los sin voz), pues su mensaje llegaba a millones de personas como orden moral que erizaba la piel y la voluntad social, sobre todo cuando se oían sus homilías en una radio clandestina. Haciendo uso del discurso religioso hacía énfasis en que «Dios es el Dios de nuestro pueblo, el que va con nuestros signos, el que va con nuestras guerras y nuestras luchas, el que va con el pueblo en sus justas reivindicaciones», las que no deben ser vendidas, porque los traidores al pueblo (representación de Judas, los cambistas y vendedores de palomas) se ganan el castigo de ser sacados a latigazos del templo.
Desde la teoría sociológica y del epítome literario en sus constructos pastorales (que ungen al sociólogo de los pobres), sus homilías eran la catequesis cotidiana de la cultura política democrática forjando ciudadanos conscientes con hegemonía cronológica, con lo cual nos obligó a ver el tiempo como purgatorio y relatividad social signada por los intereses de clase, pero más allá de las clases bajo el signo viejo-nuevo de las ciudadanías: cruz de cenizas colectiva.
Ese tipo de mensajes es el que me lleva a concluir que monseñor fue el líder que derribó el muro entre lo laico y lo religioso, entre lo teológico y lo político, entre lo pastoral y lo social, entre lo subjetivo y pétreo de la doctrina, y lo objetivo y flexible de las luchas revolucionarias, y descubrió la realidad tal cual es: una obra viva del coraje popular bendecido con lágrimas y sangre martirial. Esos mensajes fueron una propuesta sociológica y política de movilización que sacó al pueblo de las iglesias, que enriqueció de secretos públicos las noches privadas, que usó la oscuridad del país para bautizar insurrecciones y resucitar mártires, que hizo furtivas las sombras callejeras y las convirtió en cómplices de la justicia social, en tanto imperativo pastoral. «El cristianismo no es un museo. Me da lástima pensar que hay gente que no evoluciona y dice: “Todo lo que ahora hace la Iglesia está malo”… y recuerda su colegio y quisiera un cristianismo estático, como museo de conservación. No es para eso el cristianismo ni el evangelio. Es para ser fermento de actualidad, y tiene que denunciar no los pecados de los tiempos de Moisés y Egipto, ni de los tiempos de Cristo, Pilatos, Herodes y del imperio romano, son los pecados de hoy aquí, en El Salvador, los que les toca vivir, el marco histórico. Este germen de santidad y unidad tenemos que vivirlo aquí, en la tremenda realidad de nuestro pueblo concreto, la tremenda realidad de los desparecidos y asesinados, de tantos cadáveres sin identificar» (homilía del 17 de junio de 1979).
Monseñor comparó a los gobernantes con el gesto de Judas vendiendo al Señor, y bien merecía que el Señor tomara nuevamente el látigo del templo para decir «Mi casa es casa de oración y ustedes la han hecho cueva de ladrones» (homilía del 30 de junio de 1979). Y entre el incienso que embrujaba el alma, de pies a cabeza, nació el milagro de la conciencia política desde el evangelio. «Podemos presentar junto a la sangre de maestros, de obreros, de campesinos, la sangre de nuestros sacerdotes. Esto es comunión de amor. Sería triste que en una patria donde se está asesinando tan horrorosamente no contáramos entre las víctimas también a los sacerdotes. Son el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo… y la represión es el más apremiante de esos problemas» (homilía del 30 de junio de 1979).
El factor de comparación del tiempo de monseñor con el tiempo de delincuencia que acaba de sufrir el pueblo es el martirio, pues es el martirio lo que lleva a la resurrección, individual y colectiva. El martirio de Jesús, el martirio de monseñor, el martirio del pueblo masacrado por la delincuencia, el martirio impuesto por la bestia de dos cabezas de su tiempo (oligarquía y escuadrones de la muerte) que reencarnó en la bestia cuyas dos cabezas fueron la violencia y la explotación que se agigantaron con la corrupción representada por el bipartidismo.
La pregunta que ronda a los devotos de monseñor es ¿cuál sería su posición sobre el régimen de excepción para enfrentar la delincuencia terrorista? Seguramente lo veríamos retomar la parábola de la expulsión de los delincuentes para castigar a los que profanaron el templo-país convirtiéndolo en una cueva de ladrones y asesinos, y para señalar a quienes, como si estuvieran frente a Pilatos, gritan: ¡¡¡A Barrabás libérenlo ya!!! Ese sería el actuar del profeta de los pobres para garantizar que el país resucite a la tercera década.