Como cuando nuestros padres nos castigaban con no dejarnos salir, con quitarnos alguna diversión o mandarnos a la cama sin cenar. A medidas parecidas a esas, e incluso a otras más drásticas, han tenido que recurrir las autoridades para hacer algo que a nosotros nos correspondía como padres: corregir a nuestros hijos.
Aunque la gravedad y el contexto del ejemplo traído a colación quizá no sean comparables con lo que ahora sucede, sirven para mostrar que la privación de ciertos derechos y privilegios podría hacernos reflexionar y rectificar nuestras malas acciones.
En la difícil situación que vive el país referente a las pandillas hay una responsabilidad compartida que incluye a los gobiernos corruptos e incapaces del pasado, los cuales perfectamente pudieron haber corregido el problema cuando este apenas comenzaba. Por otro lado, también hay responsabilidad de parte de los padres de familia que no supimos cumplir el papel que nos correspondía. Sin embargo, a quien más le ha tocado sufrir las consecuencias es a una población inocente, y por qué no decirlo, a los mismos delincuentes, para quienes solo se vislumbra la cárcel o el cementerio.
Es increíble también que quienes hoy se llenan la boca y sugieren soluciones mágicas para semejante problema hayan tenido 30 largos años en los que, lejos de corregirlo, lo hicieron aún más grande y buscaron (de una forma perversa) ganancia electoral.
Una generación perdida y una sociedad que le falló a la juventud
La nuestra es una sociedad que por estar inmersa en sus quehaceres, e incluso en frívolas ambiciones, le falló a la juventud, a su futuro. Miles de jóvenes nacidos con una mente brillante, que luego se torció, están (por culpa de quienes debimos haber dirigido sus pasos) encerrados en las cárceles, sirviendo únicamente como ejemplo de hasta dónde se puede llegar cuando se escoge mal el camino; algo que es, sin duda, una verdadera pena, porque una sociedad no debería precisar de tantos y tan dolorosos ejemplos para entender que esa no es la forma correcta de ir por la vida.
Buena parte de la educación de nuestros niños y jóvenes nos toca a los padres de familia. Por lo tanto, no es correcto dejarles la responsabilidad a los maestros en las escuelas, a los pastores en las iglesias, o en el peor de los casos, a las autoridades en los centros penitenciarios. Esa es una labor que nos corresponde únicamente a nosotros.
No sé realmente qué tanto podamos hacer por quienes ya cayeron en el flagelo de la delincuencia, pero sí sé qué podemos hacer para evitar que otros caigan. A los padres de familia de hoy les digo: dejen por un momento lo que les ocupa, aparten su vista del televisor, del celular o del computador, para que puedan ver qué es lo que sus hijos hacen, oigan lo que intentan decir y entiendan lo que les pasa. No nos vayamos a convertir, por indiferencia o descuido, en responsables de otra generación perdida.
A partir de lo expuesto, se puede concluir que cualquier plan para prevenir la violencia en el país estaría incompleto si no se incluye, como punto medular, la educación y la concientización de nosotros, los padres, sobre el rol que jugamos en todo esto.
Rompamos el círculo de padres irresponsables que traen a la sociedad hijos irresponsables que serán, a la vez, los padres irresponsables de mañana.