Para algunos es la personificación del mal, para otros un icono. Diez años después de su muerte, el fundador de Al Qaida, Osama Bin Laden, encarna el sacrificio supremo y sigue siendo una figura casi indiscutible del yihadismo mundial, más allá de sus divisiones.
Aunque Estados Unidos tiró el cuerpo del autor de los atentados del 11 de septiembre al mar, para que su sepultura no se convierta en un lugar de peregrinaje, Bin Laden sigue siendo un ejemplo para muchos adeptos del islam radical.
Y esto, principalmente, porque entendió primero que todos el poder de la propaganda. Con su barba larga, turbante blanco y vestimenta saudita cultivó la humildad y sobriedad, antes de optar por una chaqueta militar, más ostentosa, y un fusil de asalto sobre el hombro. Una imagen sorprendente para un hombre poco dado al combate.
«Osama Bin Laden elaboró cuidadosamente su imagen pública para ganarse un público devoto», dice a la AFP Katherine Zimmerman, investigadora del Critical Threats Project para el think-tank American Enterprise Institute (AEI). «Adaptó su imagen para presentarse como un líder espiritual y militar de la yihad», señala.
Ataque emblemático
Y lo logró, especialmente para reclutar combatientes, confirma Colin Clarke, director de investigación del Centro Soufan. «Aunque a veces se le criticara por su afición a los medios de comunicación, entendió la importancia de las grandes plataformas para difundir el mensaje de Al Qaida».
Desde entonces, Occidente ha gastado cientos de miles de millones de euros, pero no ha logrado erradicar el terrorismo. Y sin duda hay más yihadistas en el mundo que hace 20 años.
Pero el legado de Bin Laden no se limita a su retórica. También fue el precursor de la yihad global. Al lanzar aviones contra las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001 (3.000 muertos), desafió a Estados Unidos, humilló a Occidente y dio fuerza a generaciones de yihadistas, aunque tuvo que esconderse durante el resto de su vida.
20 años después de su «ataque emblemático», Estados Unidos se prepara para abandonar Afganistán, sin poder cantar victoria. No contento con golpear a la primera potencia mundial, «arrastró a Estados Unidos a una guerra de desgaste imposible de ganar en Afganistán, como había planeado», dice Colin Clarke.
También comprendió el valor de utilizar las zonas de guerra como campos de entrenamiento y dedicó su fortuna a financiar combatientes en varios países del mundo.
Desde su muerte, el islamismo ultrarradical ha mutado. Al Qaida ha perdido su puesto de primera potencia yihadista mundial, en beneficio del grupo Estado Islámico (EI). En lugar de unir fuerzas, las dos organizaciones están librando una guerra militar e ideológica despiadada.
Estrategia discutida
Pero Bin Laden murió antes de este devastador cisma, que se produjo en 2014. «Sigue siendo visto con buenos ojos por los líderes del EI», señala al respecto Aaron Zelin, fundador del sitio especializado «Jihadology». «En cierto modo, el EI se ve a sí mismo como uno de los dignos sucesores de Bin Laden, en contraste con (el egipcio Ayman) al-Zawahiri, que llevó a Al Qaida por el camino equivocado».
Poco a poco, Bin Laden se convirtió en un mito. Hoy hay pocos combatientes que lo conocieron. Aunque su sacrificio personal suscita el respeto de algunos, «para muchos, pertenece al pasado», afirma Glenn Robinson, autor de Una reciente historia del yihadismo mundial.
En cuanto a su legado teórico, sigue siendo objeto de debate. Un puñado de opositores cree que atacar a Estados Unidos fue contraproducente. Una «estupidez estratégica»}», llegó a escribir el teórico de la yihad Abu Musab al-Suri.
Al Qaida es hoy una marca, una red, más que una organización coherente. Sus franquicias en el Sahel, Somalia o Yemen no golpean en Occidente, sino que están ancladas en cuestiones políticas locales y gozan de gran autonomía frente a una jerarquía debilitada, lejos de la estructura central triunfante bajo Bin Laden.