Era abril de 1987. Una sociedad dura e inhumana condenó a Patty Chinchilla a un sufrimiento que no merecía, la persiguió y arrinconó en un espacio donde solo tenía decisiones suicidas o de huir del país, aunque sabía que ese estigma la iba a seguir para siempre, y además, el delirio permanente del recuerdo de ser vilipendiada sin piedad por sus congéneres, en vista siempre sospechosa, taimada, insurgente por quienes antes confiaban en ella plenamente.
Y en realidad hoy, a 50 años de que Patty manifiesta esos sentimientos de tristeza y nostalgia por lo que pudo seguir siendo su vida en su lar nativo junto con sus verdaderos amigos y sus padres. Personas graduadas de la universidad, como las que apenas se pararon en un salón de clases y la trataban por igual, fueron sus verdugos, los causantes de ese dolor que hoy aún siente. Es ese intríngulis de la naturaleza o la condición humana que no logramos determinar o advertir muchas veces. «Una parte importante de la condición humana está en intentar determinar simplemente qué es la condición humana». Martin Heidegger, André Malraux, Hannah Arendt y muchos filósofos dan cuenta de estas contradicciones.
«Ese mal momento de ser señalada como la Descarnada me dejó una enseñanza bella y preciosa: refinó mi alma y mis sentidos, y mi persona se convirtió en un ser más sencillo, más humilde, más llena de amor, perdón y respeto», nos dice Patty con nobleza. Estas respuestas a la maledicencia humana solo las dan seres llenos de bondad y humildad en sus corazones. Y Patty se confiesa aquí una mujer sin rencores y mucho menos odios, sino más bien agradecida por la enseñanza que recibió al final en este trance.
Solo elucubraba tenazmente sobre las razones de la intemperancia de sus amistades y compañeras de la maquila. «¡Quizá ayer casi todas las mujeres se levantaron con el pie izquierdo! O tal vez problemas con sus esposos, novios, qué sé yo; ¿quizá un hijo o una hija desobediente? ¿Tal vez un niño enfermo o problemas financieros?». Hizo 1,000 conjeturas en su mente.
Al entrar por aquellas frías puertas grises de la fábrica maquiladora, un profundo escalofrío recorrió su piel; todas aquellas mujeres que hacían fila para marcar tarjeta de entrada a la fábrica tras las puertas murmuraban entre sí al oído y la miraban impertinentes como observándola con curiosidad y temor. Sin embargo, hizo caso omiso a todo, decidió que sería un excelente día, que no le permitiría a nadie arruinarlo y tampoco llenarla de tristeza ni de amarguras.
Accidentalmente hizo contacto con el brazo de una de las mujeres y rápidamente se disculpó.
La compañera, furiosa, la miró y le gritó: «¡No me toques, me causas asco!». Limpió su piel con un sobrante de tela, muy disgustada.
Impaciente, Patty le preguntó: «¿Qué tengo que ver yo con todo eso que dicen?».
—Pues dicen, y es cierto, que hace algunas noches venía un hombre, amigo nuestro; poco antes de llegar al puente, vio a una joven caminando a la orilla de la carretera, de cabellos largos, lisos y rubios, ¡tenía los ojos azules y era muy linda! —¡El nombre de la Descarnada es Patty! —gritó en el hospital— ¡Patty! —repitió. O sea, no dicen, es que ¡te han descubierto!
—¿Descarnada? Jamás en mi vida había escuchado ese nombre. ¡Qué es esto, mi Dios!… Tu historia dice que tenía cabello rubio, ojos azules; en lo único en que coincidimos es en el nombre y el cabello largo —repliqué—, ¿cómo pueden acusarme de algo tan vago y absurdo, tan extraño y tan malvado?…
Aunque todo aquello era una vil mentira, Patty se sentía herida y lastimada, trató de mantener sus emociones normales para que el llanto no ganara la batalla contra las de ellas.
Patty, al escuchar semejante acusación, salió corriendo de la fábrica, casi sin destino, atormentada, imaginando 1,000 reflexiones sin sentido ni considerar su situación laboral. Como una loca se fue sin rumbo hasta que topó con una turba en el centro del pueblo que la abucheaba y hasta una piedra pasó rozando su cabeza. Querían lincharla por el cuento de aquel bolo que la había acusado impunemente. Se trató de meter a la iglesia, pero el cura alarmado repelía su intento, hasta que al fin Patty le dio un empujón y se metió a la iglesia. En la puerta se sentían los golpes y las pedradas… La furia del pueblo encendida contra la Descarnada era indetenible.
Ya reposada Patty, calmados los ánimos de los manifestantes, llegaron a auxiliarla sus familiares y los policías que lograron sacarla; finalmente, ante aquel acoso y gran peligro que vivía, Patty decidió irse de aquel pueblo, el temor que la perseguía no la dejaba en paz en ningún otro sitio, hasta que tomó la decisión de irse del país ese mismo año.