Cuando el sacerdote y filósofo Ignacio Ellacuría recurría a la frase «cargarse con la realidad», estaba fundamentando un quehacer intelectual de corte ético; es decir, no se puede ni se debe obviar la realidad y sus circunstancias, al contrario, es necesario confrontar todo aspecto de la vida con la total certeza de que todo trae consigo un aprendizaje, un subsanarse y una caricia de la divinidad.
Si bien es cierto que El Salvador ha sido desde su fundación un constante vaivén de sufrimiento y crucifixión del pueblo, también es cierto que el salvadoreño es resiliente y valiente en su lucha por la vida; tanto así que siempre ha sonreído ante el dolor y la crisis. Pero, así mismo, hay una luz que va llenando a esta nación, la voluntad de querer dignificar al pueblo y bajarlo de la cruz.
Ya lo expresaba el sabio Mahatma Gandhi: «La dignidad de la naturaleza humana requiere que enfrentemos las tormentas de la vida». Pues bien, enfrentar las tormentas tal como dice el maestro de la paz, eso precisamente es lo que este país ha demostrado en este quinquenio. Se puede hacer revolución sin golpes ni ofensas, desde la paz, desde la honestidad, desde un todos y no un solo desde mí.
De tal suerte que ahora, más que nunca, se ha comprendido lo que los teólogos de la liberación tanto expresaron con ahínco, es necesario dignificar desde el rompimiento del pecado estructural, no basta con exhortar a dejar el pecado, es necesario subsanar las bases que muchas veces llevan al pecado: el hambre, la indiferencia, la marginación, la falta de trabajo, entre otros factores; por tal, dignificar la vida.
Es más, el mismo Ellacuría comprendía que cargar con la realidad solo es posible si se hace desde dentro de sí, para un afuera que se transforma; ahí precisamente es donde toman mayor relevancia los acontecimientos que se están suscitando en la nación, un resolver desde adentro, pidiendo la autonomía de confrontar la realidad cuscatleca desde sus propias raíces y con fórmulas nacidas de la misma inteligencia salvadoreña.
Irónicamente, hay sectores que aún ven al pueblo sufrido como haraganes que no quieren prosperar; la misma burguesía que ha vivido a costa del sudor del salvadoreño, queriendo mantenerlo como un médium quo, es decir, donde no hay nada que ver, nada que percibir como bueno y, por tanto, la mirada no debe ser posada ahí, sino en lo que consideran como importante y digno de su clase.
Es así como se está viviendo un proceso en el que la habitud se está convirtiendo en excepción, ya que cuando la gente toma consciencia de su propia dignidad como hijos del Altísimo no pueden esperar ni exigir menos de lo que Dios está dispuesto a darles, y eso es lo que se está tratando de promulgar y accionar, que el salvadoreño tenga lo que merece y lo que Dios desea para su creación.
Por tanto, junto con Roque Dalton se puede decir: «Poesía, perdóname por haberte ayudado a comprender que no estás hecha solo de palabras». Ahora ya no es palabra solamente el cambio y la dignificación del pueblo, ahora es un adjetivo que empieza a potenciarse y que tarde o temprano con la colaboración de todo salvadoreño se podrá concretar aquello que se escuchó en la década de los ochenta en labios del mismo Ellacuría: «Con monseñor Romero, Dios caminó en El Salvador».
Así que, querido lector, es un momento en el que todos debemos tomar como nuestra la transformación del país; primero, la nuestra interior; luego, la nuestra exterior, y lograr con ello el rompimiento con el pecado estructural y el personal, y se alcance más temprano que tarde, con la ayuda de Dios, un pueblo resucitado y caminando con la dignidad propia de su condición de hijo de Dios.