Según el libro «Las políticas de seguridad pública en El Salvador 2003-2018», «los enfoques represivos que han privilegiado los gobiernos en la última década y media para encarar la delincuencia no solo han sido incapaces de reducirla, sino que han favorecido las condiciones subjetivas y objetivas para que la criminalidad evolucione en sus diferentes formas y expresiones».
La violencia constituye sin lugar a duda uno de los más grandes desafíos que en el país se ha debido enfrentar en la era de la posguerra. Luego del fin del conflicto armado, El Salvador ha sufrido por más de dos décadas una violencia crónica que ha alterado las bases de la convivencia social y socavado el apoyo al sistema político. Con un poco más de 90,000 muertes violentas registradas desde los Acuerdos de Paz, la tasa promedio anual de homicidios ha rondado los 70 muertos por cada 100,000 habitantes en la era de paz.
Después de implementado el plan de seguridad en El Salvador y las medidas de excepción tomadas para imponer la seguridad, por fin tenemos un país con cero índices de criminalidad, sin que esto signifique el fin de esa problemática y tengamos que abandonar el reto. Es un flagelo que tiene raíces profundas en todos los estratos, y fundamentalmente en esas dirigencias políticas que en su momento se han aprovechado de incentivarlas con fines electoralistas. Hasta los tuétanos están comprometidos con esas bandas y no podemos permitir su ascenso al poder para que sigan hundiendo nuestro país en la criminalidad.
A un costo que realmente es duro de aceptar, pero después de tener por más de dos décadas esos índices impresionantes de hasta 50 salvadoreños asesinados por día y esos niveles que nos registra el libro mencionado de las políticas de seguridad pública, podemos reconocer que esta gestión de seguridad ha sido finalmente la alternativa de poder que necesitábamos para liberarnos de esa oprobiosa y absurda situación en que vivíamos, y lógicamente hasta no depurar por completo el país tenemos que darle continuidad permanente a esta lucha. Garantizar la vida de nuestros ciudadanos es la primera condición «sine qua non» que debe atender el Gobierno.
Aparte de las innumerables necesidades habitacionales, de empleo y tantas otras en que abandonaron a nuestra población todos los gobiernos (y que describo en el artículo anterior de «Pobreza y marginalidad») y cubrir un abandono histórico casi desde la Colonia, porque después de ser una república cafetalera (1870-1890) «pasa desde 1931 a tener una dictadura militar, el Ejército controla el Estado hasta 1979»; en los años ochenta, una guerra civil, y en 1992, unos Acuerdos de Paz manipulados por intereses muy concretos. Casi 80,000 muertos en esa guerra y el «primer acuerdo entre las partes» fue la ley de amnistía para liberarse de culpas y de ser enjuiciados por sus crímenes de guerra ambos bandos, sin descartar, por supuesto, la importancia de los logros institucionales que se plantearon, solo que estos logros fueron desvirtuados luego por esos intereses políticos de quienes estuvieron al frente de esos acuerdos.
«Si bien el marco normativo e institucional germinado en torno de los mismos pudo haber correspondido a lo esperado, lo cierto es que la cultura institucional continuó en deuda porque en buena parte siguieron guiándose por una lógica polarizada y polarizante, autoritaria y excluyente» (Manuel E. Escalante Saracais).
Luego se entroniza el bipartidismo de aquellos «puestos de acuerdo»: por 20 años ARENA y 10 años después el Frente. Pero ¿y los problemas de la población? Ninguno se acordó de enfrentarlos, ni siquiera mediatizarlos con alguna medida que le diera esperanzas al pueblo; por el contrario, salieron del país como prófugos de la justicia… y de seguidas en las elecciones de 2019 ese pueblo dijo «basta» y decidió cambiar el rumbo del país, crear un nuevo país confiando en las propuestas que hizo Nayib Bukele, quien ya había demostrado ser una alternativa diferente de gobernar, por su actuación en las alcaldías que dirigió y sus condiciones humanas. Una propuesta no comprometida ni dependiente de los convencionalismos de aquellos partidos, ya bueyes cansados y negados por la opinión nacional.