A principio de los años noventa se realizó en México un famoso coloquio de intelectuales del mundo entero para reflexionar sobre el derrumbe de la Unión Soviética y la disolución de todo el campo socialista.
El evento, presidido por Octavio Paz, contó con un grupo de invitados de derecha convencidos de que el movimiento comunista internacional había sido totalitario y criminal desde su origen mismo, y con otro grupo de izquierda que afirmaba que las dictaduras solo podían ser de derecha y nunca de izquierda.
Un tercer bando minoritario aseguraba que el totalitarismo sanguinario había sido ejercido en los dos polos ideológicos y que tan dictaduras eran las del campo socialista como los regímenes militares del tercer mundo.
En un momento del debate se habló incluso de «dictablandas», y Mario Vargas Llosa incluso sostuvo que México, sin ser un régimen genocida, era, sin embargo, el emblema de la «dictadura perfecta».
En resumen, aquello era una réplica del viejo enfrentamiento entre la izquierda y la derecha, levemente matizado por un presunto y siempre acomodaticio centropolítico. En esos términos el debate se encrespaba en el tono de los adversarios y avanzaba hacia la esterilidad que el mismo había padecido desde siempre.
Visiblemente irritado ante esos desatinos, Octavio Paz impuso las cosas en su sitio con el simple expediente de aclarar los conceptos en sus aspectos más básicos o esenciales, y así como dijo que toda dictadura rompe el hilo constitucional e irrespeta el Estado de derecho, también definió con claridad la democracia como un régimen en que la minoría debe acatar las decisiones de la mayoría.
Así de claro y así de simple. Todo lo demás son embelecos de las neblinas ideológicas.
La historia de nuestro país, como la de casi toda América Latina, está infamada por múltiples rupturas del orden constitucional y violaciones al Estado de derecho llevadas a cabo en todos los casos con niveles de violencia más o menos brutales. Aquí sí sabemos qué es una dictadura, y nadie va a engañarnos al respecto.
Lo que no ha habido en la realidad salvadoreña y latinoamericana es que las minorías acaten las decisiones de la mayoría, por cuanto desde la independencia de España hasta ahora las decisiones siempre las han tomado las élites económicas u oligarquías, aunque de manera más o menos encubierta, ya que fueron ellas las que diseñaron al Estado y su institucionalidad al servicio exclusivo de sus propios intereses.
¿En qué país de América Latina mandan las mayorías y no las élites? Esta ha sido la amarga realidad que nos ha condenado al subdesarrollo, y es la realidad que muchos, dentro y fuera de nuestra región, desean que permanezca inmutable, sea bajo el signo de la izquierda o de la derecha.
Precisamente por eso, lo que ocurrió en El Salvador el pasado 28 de febrero fue un hecho inédito: sin un solo desorden, sin un solo disparo ni cualquier otro caso de violencia, sino pacífica y democráticamente en las urnas, la inmensa mayoría, el pueblo, le arrebató todo el poder a la minoría voraz enquistada en el poder durante 200 años. Más claras no pueden ser las cosas, aunque algunos pocos, adentro y afuera, se nieguen a admitirlo.